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Some Children Wander by Mistake

1 El Circo casi nunca se acercaba a los pueblos del Norte. Estaban demasiado desperdigados, y no contaban con los suficientes habitantes como para justificar los gastos del transporte de animales y atracciones. Suponía demasiado esfuerzo actuar para cuatro gatos durante una semana; incluso los brillantes colores de la caravana circense quedarían fuera de lugar al verse reflejados en los numerosos baches y charcos llenos de agua de lluvia que jalonaban las carreteras, hasta la Gran Carpa perdería parte de su poderío intentando luchar contra los elementos y la eterna llovizna que azotaba aquellos lares.

De vez en cuando alguna vieja estrella de la TV llegaba hasta allí para hacer el paripé, o algún cantante olvidado de los 70 intentaba, en vano, animar alguno de los clubs cutres de los suburbios. Pero el Circo no. William no recordaba ningún Circo en su ciudad, no en los casi 10 años que tenía. A pesar de ello, sus padres le hablaban de uno que estuvo en la ciudad poco antes de nacer él; de hecho, su madre recordaba como sentía las pataditas de William en su interior desde que entraron en el Circo, las luces se apagaron, y salieron los primeros payasos. Como si el fuera consciente de lo que sucedía más allá de su rojizo entorno. Desde entonces ninguna carpa se había vuelto a instalar en la vasta explanada cercana al bosque. Nada de leones ni elefantes, ni Maestros de Ceremonia ni trapecistas.

Ni payasos.

2

William apenas tenía amigos. Había algo en él que le alienaba de sus compañeros de colegio; como si su ansia de complacer, tal vez, fuera el reverso de algo más oscuro y problemático. La mayor parte del tiempo lo pasaba a solas, siendo la escuela como un ejercicio de funambulismo entre sus deseos por llamar la atención y el pánico que le producía la posibilidad de atraer a los matones del patio. Pequeño y débil como era, William no era rival para los abusones y los demás niños de su edad, así que había desarrollado estrategias para evitar que se metieran con él. Generalmente intentaba hacerles reir. Generalmente fallaba.

Eran tan escasos los destellos de emoción y vida en su ciudad, que William no se lo podía creer cuando vio el primero de los carteles que iban apareciendo en las ventanas y farolas, como fogonazos de color que iluminaban las grisáceas calles. Eran naranjas, amarillos y azules, y en el centro de cada cartel estaba el Maestro de Ceremonias, vestido de rojo, con un gran sombrero negro y unos mostachos que se curvaban como si fueran las conchas de un caracol. A su alrededor había animales – leones, tigres y osos – acróbatas sobre zancos y mujeres vestidas como bailarinas surcando grácilmente el aire. Los payasos ocupaban las esquinas, con grandes narices rojas y sonrisas pintadas de blanco. Se prometían atracciones y paseos en caballo, y demás maravillas nunca antes vistas. “Desde Europa”, anunciaba el cartel, CIRCO CALIBAN: Sólo por una noche. La actuación tendría lugar, de todas las posibles noches del año, el 9 de Diciembre: el día que William cumplía 10 años.

A William no le llevó mucho encontrar a la gente del Circo que estaba colocando los carteles. Les encontró en un callejón mientras acarreaban una escalera para seguir colocando los carteles. El gélido viento del norte amenazaba con derribar a un enano vestido de amarillo que temblaba intentando grapar un par de carteles juntos alrededor de una farola, mientras un forzudo, con una capa de plástico, y un tipo flacucho con abrigo rojo sujetaban la escalera. William les observaba en silencio, sentado en su bici, hasta que el hombre del abrigo rojo se dio la vuelta y William pudo ver de cerca los enormes mostachos enroscados sobre unos labios de color rosa brillante.
El Maestro de Ceremonias sonrió:
-“¿Te justa el Sirco?”, dijo. Tenía un acento gracioso. ‘Gusta’ sonaba a Justa, y ‘Circo’ se convertía en Sirco. Su voz también sonaba muy profunda.
William asintió anonadado.
-“¿Tú no hablas?”, preguntó el Maestro.
William intentó recuperar su voz.
-“Me gusta el Circo. O eso creo. Nunca he estado en ninguno”.
El Maestro retrocedió escandalizado, de tal manera que soltó la escalera. El enano se tambaleó, y si no es por la reacción del forzudo se hubieran caído, la escalera y el enano.
-“¿Nunca ha estado en Sirco?”, exclamó el Maestro. “Bueno, entonces tienes que venir, sí, tienes que venir”.
Y del fondo de uno de los bolsillos de su abrigo hizo aparecer, como si fuera un truco, un trío de entradas, y se las dio a William.
-“Para ti”, le dijo. “Para ti, y para tu madre y tu padre. Circo Caliban. Solo por una noche”.
William cogió las entradas y la sujetó con fuerza, como si no estuviera muy seguro de cuál sería el sitio más seguro donde guardarlas.
-“Gracias”, dijo.
-“De nada”, respondió el Maestro.
-“¿Habrá payasos?”, pregunto William. “Los he visto en el cartel, solo quería estar seguro”.
El forzudo se le quedó mirando fijamente y el enano esbozó una mueca desde lo alto de la escalera.
-“Siempre hay payasos”, dijo el Maestro, y hasta William le llego su empalagoso aliento, como una mezcla de caramelos, gominolas y chicles de todos los sabores. “No sería un Sirco sin payasos”.

El enano se bajó de la escalera y los tres hombres se alejaron en dirección al siguiente callejón. Después de todo, sólo iban a estar una noche, y seguro que tenían que trabajar mucho para que la función fuera lo más especial posible.

3

A lo largo de la siguiente semana fueron llegando más y más miembros de la troupe del Circo. Se montaron las atracciones, las casetas y la taquilla. Se percibía en el ambiente el hedor de los animales, y multitud de niños se agolpaban en el extremo de la valla que rodeaba la explanada para ver el proceso, a pesar de que los empleados y los trabajadores les habían advertido que los animales podían ser peligrosos, y que iban a arruinar las sorpresas que traía el Circo.
William intentaba ver a los payasos, pero no les veía. Supuso que la mayor parte del tiempo eran como el resto de la gente; hasta que se maquillaban, se calzaban los zapatones y se ponían las pelucas graciosas. Hasta ese momento no había forma de saber si eran payasos o no. Hasta que se hubieran disfrazado y te hiciesen reír eran sólo hombres, no payasos.
Era la noche de la actuación, y William, con el estomago a reventar de pastel de cumpleaños y bebidas gaseosas, fue con sus padres en coche hasta la ciudad. Tuvieron que aparcar en uno de los extremos más alejados de la explanada ya que había venido gente desde todos los pueblos de alrededor. De hecho se veía a lo lejos un gran cartel de LLENO sobre la taquilla. Cuando llegaron, William pudo ver al resto de adultos entregando sus entradas amarillas; pero las suyas eran azules, las especiales que le había reglado el Maestro de Ceremonias. NO vio a nadie más con entradas azules. William sospechaba que el Maestro no se podía permitir regalar muchas entradas si solo iban a estar una noche en la ciudad.

La Carpa Principal se alzaba en medio de la explanada. Era negra, con franjas de color granate, y una bandera roja que ondeaba en lo más alto. Detrás se podían ver las caravanas de los artistas, las jaulas de los animales y los vehículos que transportaban el Circo de ciudad en ciudad. La mayoría parecían muy viejos, como si el Circo se hubiera visto transportado desde mediados del siglo pasado hasta el comienzo de éste, a través del tiempo y el espacio, con los animales envejeciendo pero sin cambiar de apariencia, y a los ancianos trapecistas les hubieran bendecido con cuerpos jóvenes y eternos. William podía ver el óxido que cubría las vacías jaulas, y el interior de una de las caravanas cubierto de terciopelo rojo y maderas oscuras. Una mujer le miraba desde el interior y cerró la puerta; pero, antes de cerrarse la puerta, William pudo atisbar más gente en el interior: un hombre viejo, gordo y flácido, cuyo cuerpo desnudo se reflejaba en un espejo mientras una joven le bañaba, la cual apenas iba cubierta con unas minúsculas bragas. Por un breve instante las miradas de William y la joven coincidieron, mientras sus manos se deslizaban por el cuerpo del viejo, y justo cuando se desvanecía a William le dio la sensación de haber sido cómplice de algo perverso. William siguió a sus padres a lo largo de las casetas y las atracciones. Había juegos de “Tiro al Blanco” y “Encesta la Anilla”, juegos de destreza y juegos de suerte. Hombres y mujeres reclamaban a gritos la atención de los curiosos, prometiendo fabulosos premios, pero William no veía a nadie con los peluches y los demás juguetes que decoraban las estanterías de las casetas. William se dio cuenta de que nadie estaba ganando nada. Aquellos que se jactaban de “no fallar nunca”, erraban el tiro por centímetros. Los dardos se alejaban del centro de la diana y los aros siempre rebotaban en los bordes de las botellas. Un cúmulo de decepciones y promesas rotas. William podía ver como las sonrisas comenzaban a desvanecerse, y los llantos de los niños se mezclaban con la inusualmente suave brisa nocturna. Los buhoneros intercambiaban miradas, sonrisas y muecas mientras intentaban atraer a más incautos, alguien que quedase con esperanzas de poder ganar algún premio.

William no fue consciente de que se había alejado de sus padres. Un minuto antes estaban a su lado, y al siguiente era como si el Circo entero se hubiera movido al unísono, silenciosa y circularmente, y William había pasado de estar entre las casetas y las atracciones a encontrarse en la periferia, junto a las caravanas. Podía ver las luces del Circo y oír las risas que provenían de la Noria, pero parecían estar muy lejos. Desde cerca los coches y los trailers se veían mucho más viejos y roñosos, la lona de las tiendas de campaña recosida mil veces y los laterales de las caravanas cayéndose a pedazos. Montones de basura llenaban el césped y un penetrante olor a comida pasada flotaba en el aire. Confuso, y algo asustado, William intentó volver con sus padres, con mucho cuidado y sin hacer ruido; pasando por encima de cuerdas y evitando los enganches de los trailers, hasta que se encontró con una tienda amarilla que se hallaba separada del resto. Junto a ella había un viejo carricoche decorado con globos, con las ruedas torcidas y los asientos sobresaliendo por encima de muelles gigantes. William escuchó voces provenientes de la tienda y supo que había encontrado a los payasos. Se acercó silenciosamente y se tumbó para poder echar un vistazo por debajo de la tienda, ya que sabía que si le pillaban ya no podría conocer los secretos de los payasos.

William pudo ver tocadores desvencijados iluminados por bombillas que funcionaban por un invisible generador que hacía vibrar el ambiente. Cuatro hombres estaban sentados en los tocadores, vestidos con trajes amarillos, verdes, naranja y violeta. También llevaban zapatones. Todos eran calvos y estaban sin maquillar. William se sintió un poco decepcionado, eran simples hombres. Todavía no se habían convertido en payasos. Entonces William vio como uno de los payasos cogía un trapo y lo empapaba en un líquido transparente que extrajo de una botellita de cristal oscuro. Se colocó de frente al tocador con expresión de tristeza y comenzó a pasarse el trapo por la cara. Al instante apareció una línea blanca y el borde de una enorme boca roja pintada. El hombre siguió frotándose, esta vez más fuerte, y se salieron dos grandes círculos de colorete en las mejillas. Y, con cierta furia, hundió el rostro en el trapo y cuando levantó la cabeza el trapo estaba cubierto de maquillaje color carne, y un payaso perfectamente maquillado se reflejó en el espejo. El resto de los payasos seguían el mismo ritual, borrando los cosméticos que escondían sus rostros de payaso.

Pero esas no eran caras de payasos divertidos ni hechas para hacer reír. Es cierto, parecían payasos; tenían sus sonrisas de payaso, los óvalos pintados alrededor de los ojos y las mejillas coloradas, pero sus ojos eran amarillos y la piel estaba avejentada y llena de pequeños agujeros enfermizos. Las manos eran muy pálidas, hinchadas, como si fueran salchichas sin cocer. Los payasos se movían sin energía, y se comunicaban en un idioma que William no había escuchado nunca, más como si hablasen para ellos mismos que entre ellos. Sonaba como algo antiguo, extranjero, y William comenzó a estar realmente asustado. Y más aún cuando una voz pareció hacerse eco en su propia cabeza, como intentándole ayudar a traducir lo que estaban diciendo:
-”Niños”, decía la voz, “como les odiamos. Estúpidas criaturas. Se ríen de aquello que no entienden. Se ríen de lo que debería asustarles. Pero, Oh!, nosotros lo sabemos. Sabemos lo que el Circo esconde. Sabemos lo que todos los Circos esconden. Estúpidos niños. Les hacemos reír, pero cuando podemos….nos los llevamos!!“.

Y, entonces, el payaso que estaba más cerca se dio la vuelta y se quedó mirando a William, y en un instante sintió como una manos húmedas le agarraron de las suyas y le arrastraron bajo la lona de la tienda. Dos payasos, a los que no había visto, ayudaron a agarrar a William. Intentó pedir ayuda, pero una mano le tapó la boca.
-”Estate quieto niño”, dijo, y a pesar de seguir utilizando el extraño idioma William les podía entender perfectamente. La boca pintada del payaso le sonreía, pero la otra, la real, esbozaba una fea mueca. El resto de payasos se agruparon a su alrededor. Algunos iban a medio maquillar, con lo que parecían mitad humanos mitad lo otro. El iris lo tenían completamente negro, y las cuencas de los ojos parecían estar en carne viva. Uno de ellos, con una brillante peluca naranja, acercó su rostro a escasos centímetros del de William y se puso a olisquearle. Abrió su boca y se revelaron unos dientes muy blancos, muy finos y muy afilados, que se curvaban hacia dentro como si de anzuelos se tratasen. De la boca surgió una larga lengua, violácea y cubierta de diminutas púas. Se desplegó como si fuera la de una mosca, o como una serpentina, lentamente y desde lo más profundo de su garganta. La lengua comenzó a lamer la cara de William, saboreando sus lágrimas, y sintió como si le estuvieran frotando con un cardo, o un cactus pequeño. El payaso retrocedió, preparándose para volver a lamerle, pero otro de los payasos, con una peluca azul y más grande que el resto, le sujetó la lengua entre el índice y el pulgar y apretó hasta que las uñas atravesaron la carne y un liquido amarillento supuró de la herida.
-”Mirad!!”, dijo el payaso.
El resto se acercó, y William pudo ver el destello de algo rosáceo en la lengua del payaso justo antes de que la enroscase y desapareciera. El payaso de la peluca azul levantó su dedo y lo acercó a William para que pudiera verlo bien: era maquillaje de color carne!.
Al instante agarraron a William y le colocaron sobre uno de los tocadores. Le sentaron en la silla y le metieron un pañuelo costroso en la boca. William luchó para zafarse, pero los payasos le sujetaban fuerte. Tenía sus manos sobre los hombros, sus piernas, en la frente y en la barbilla para que no pudiera abrir la boca. Y los payasos cayeron sobre él, con las largas lenguas, y un aliento fétido de alcohol y tabaco rancio, saliendo al unísono de sus bocas. Sintió las lenguas sobre su cara, repasando los párpados y las mejillas con las hirientes púas, explorando sus oídos, sus labios y su nariz, cubriéndole de saliva. William cerró con fuerza sus ojos, sintiendo como una insoportable quemazón se le extendía por la piel, como si le estuvieran picando cientos de abejas. Y justo en el momento que pensaba que no podía soportarlo más…los payasos pararon. Todos le miraban, y esta vez sí había sonrisas. En las dos bocas. Se apartaron y dejaron que William viera en el espejo lo que era su nuevo aspecto.

Otro William le devolvió la mirada, un William pálido y de ojos amarillos, con la sonrisa fija y coloretes en las mejillas. El payaso de la peluca azul le revolvió el pelo, esta vez con delicadeza, y una buena cantidad del oscuro pelo de William cayó al suelo. El resto de payasos se unió a la ceremonia y todos juntos repasaron su cabeza hasta que no quedaron más que unos tristes mechones de color gris. William comenzó a llorar, desolado, pero su sonrisa no desapareció; parecía estar riéndose a pesar de estar llorando, llorando como nunca había llorado en su vida, llorando por todo aquello que había perdido y nunca recuperaría.
-“Quiero a mi mamá”, sollozó William. “Quiero a mi papá”.
-“Tú no nesesitas”, dijo el payaso azul, con el mismo acento que tenía el Maestro de Ceremonias. “No nesesitas familia. Tienes una familia”.
-“¿Por qué me hacéis esto?”, preguntó William. “¿Por qué le habéis hecho esto a mi cara?”.
-“¿Hecho?, dijo el payaso azul, con genuina sorpresa reflejada en su rostro. “¿Qué hemos hecho?. No hecho nada. Los payasos no se enseñan, payasos elegidos en vientre de madre. Payasos no se convierten, payaso es. Payaso no es hecho. Payaso nace“.

4

Y aquella noche el espectáculo continuó, mientras los padres de William y la Policía le buscaban. Mientras tanto, las risas resonaban en la Carpa mientras los payasos conducía su destartalado carricoche y regalaban globos a los niños, los odiosos niños, que abandonaban el Circo con sonrisas de entusiasmo…excepto los niños más listos, los que sabían (intuían) que había algo más detrás de los disfraces de colores de los payasos y sus grandes zapatones, e intentaban mantenerse alejados de ellos, no inmiscuirse en sus asuntos, ya que los payasos eran seres solitarios y amargados que necesitaban que alguien les acompañara en sus miserias. Siempre al acecho, buscando nuevos payasos que reclutar.

El Circo Caliban se marchó esa noche, sin dejar ningún rastro de la visita. La policía siguió buscando, pero William nunca apareció, y un nuevo payaso debutó en la siguiente actuación del Circo Caliban, en otro país, un país muy lejano. Era un payaso más pequeño que el resto, y siempre daba la sensación de estar buscando entre los espectadores a alguien, buscando a unos padres que vinieran a buscarle, pero que nunca aparecieron. Y sus dientes se cayeron, reemplazados por otros más finos y afilados que permanecían ocultos tras fundas de plástico; y sus uñas se fueron convirtiendo en pequeños muñones amarillentos, coronando unos dedos blandos y pálidos. Con el tiempo creció y se hizo más fuerte. Se olvidó de su nombre y pasó a llamarse “Payaso”, y menudo payaso que era. Su lengua creció como la de una serpiente, y con ella intentaba saborear a los niños mientras se reían, ya que Payaso se sentía hambriento y triste, y añoraba su humanidad perdida. Viajaron de ciudad en ciudad, buscando más niños a los que poder llevarse, siempre marcando al niño que pataleaba en el vientre materno… para poder encontrarle cuando regresasen.

Ya que los payasos no se hacen.

Los payasos NACEN.

© 2004 JOHN CONNOLLY, ATRIA BOOKS.
© 2011 Traducción: Elniniodecristal Fernández


Vuestros comentarios

1. 29 may 2011, 16:54 | Bob Rock

Brutal!!! Mágnifica selección del cuento!!! Yo lo sabía… a veces tengo miedo de esa cara, esa cara pálida a pocos centímetros de la mía. La nariz roja y bulbosa, los ojos apagados, los labios en grotesca sonrisa… mirándome fijamente y desprovisto de humor, en la superficie fría y lisa… todos tenemos miedo a los payasos porque todos tenemos dentro uno…

Un saludo!!

2. 29 may 2011, 18:06 | elniniodecristal

A mi no me gustaban ni de cani, de hecho NUNCA en mi vida he ido a un Circo, y creo que podré morirme sin ir a uno…gracias bob.

3. 30 may 2011, 17:31 | MIssterror

Excelente labor de traducción ninio!

Creoq eu lo de los payasos va a terminar conviertiéndose en un miedo universal.

Y amiguitos,si tenéis oportunidad y pasa por vuestra ciudad El circo de los Horrores,no dejéis de ir a verlo,merece la pena al 100% (y lo digo totalmente en serio).Combina lo mejor del circo clásico,con lo mejor de los temores y horrores personales (y unas caracterizaciones inmensas…).Yo en breve,voy verlo por segunda vez!!!

saludos

4. 30 may 2011, 18:12 | elniniodecristal

Gracias Miss

5. 30 may 2011, 22:16 | Bob Rock

Misterror.- Yo también estuve en Navidad, y pese a que algunos números huelen un poco a rancio; el envoltorio es soberbio. 8/10 para el circo de los horrores (casi estuve a punto de reseñarlo pero no sabía ni como empezar a hablar de un circo)

PD: Espero que le dieses un abrazo a Grima – más majo!-

6. 06 jun 2011, 01:28 | Lady necrophage- Maria Nieves Guijarro

gracias por la traduccion, ninio, lo he disfrutado mucho….
nekroabrazos.

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