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Calcetines

Un cuento melancólico

Dejarás de tener miedo a los fantasmas, cuando me muera. Espantaré a los espíritus burlones, que te atormentan.

Retaré al guerrero sin cabeza y venceré, susurraré en tu oído, cuando el silencio te ahogue. Estiraré de tu sábana.

Seré la ráfaga cálida que te traspase, cuando se hiele tu corazón. No seré una presencia molesta, desapareceré con tu primera protesta.

ARMAS BLANCASSeré tu fantasma

La historia que les voy a contar es una verdadera historia de fantasmas, una historia cierta, al menos así la siento puesto que fui el protagonista. Así que desde la más absoluta subjetividad, desde la falta de fe más absoluta, les contaré un breve cuento fantasmagórico de nostalgia y tristeza – lo siento, no es en estas líneas donde podrán saciar su sed de sangre –, casi una anécdota que quizás ustedes evalúen de una forma radicalmente opuesta a la mía; sin embargo, si desean conocer el mundano origen del fantasma que me visitó, tal vez puedan descubrir que sus propios fantasmas les acompañan continuamente en su vida diaria: entre las voces de la radio de madrugada, bajo la lluvia rodeada de verde mientras el perro se aleja, el atardecer de oficina desierta, el taller a primera hora, en el lavabo cuando descansan su frente agotada sobre el frío cristal…

Existen pequeñas tareas y labores cotidianas que me enervan exageradamente, quizás sea mi natural nervioso el que me impide abordarlas con buen ánimo. No sabría decirles de donde proviene esa tirria especial que le tengo, por ejemplo, a planchar. ¿Simple pereza? Supongo que ninguno de ustedes será especialmente aficionado, de por sí, a las tareas domésticas. No obstante, seguro que en alguna de ellas unas personas encuentran una fuente de relajación, un refugio para el pensamiento sobre acelerado, y otras lo encuentran en quehaceres distintos pero también relativos al cuidado del hogar.

Para el caso que nos ocupa, me gustaría confesarles una nimiedad, un cansancio inaudito nacido solo con pensar en calcetines. Así como fregando la vajilla me imbuyo de una especie de estado zen, y consigo relajarme pensando en las musarañas, cuando recojo la ropa de la colada y pienso que debería volver, emparejar y doblar los calcetines me posee una desgana que pocas veces soy capaz de superar; mientras llevo entre los brazos los montones de ropa seca, recogidos del tendedor, intento auto convencerme del inteligente mensaje que esconden los refranes y murmuro continuamente: “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”.

Con semejante actitud siempre acabo recogiendo toda la ropa pero dejo los calcetines en un montón sobre un sillón pequeño que ejerce poco más que de adorno en el salón; “bueno, todavía tengo calcetines listos en el cajón”, pienso. Y así pasan los días hasta que desprovisto de calcetines, con que embozar mis pies de hobbit, reúno fuerzas de flaqueza y voy desgranando el enorme montón de tela directamente sobre el sillón que antes ocupaba mi abuela, en sus últimos años de vida, y ahora, durante los días que el montículo de algodón y poliéster ha permanecidos sobre él, ha adquirido un aroma a suavizante que me recuerda a esa querida abuela materna.

Mi abuela Fortuna fue una mujer de campo, una de esas personas humildes que solo concibe el trabajo y el esfuerzo como medio para un fin. Al final de su vida, el mal de Alzheimer la zarandeó entre sus garras y una vez rota una de sus antaño luminosas caderas, la dejo atenazada en un mundo de confusión y soledad donde todos los familiares que la rodeábamos éramos únicamente extraños desconocidos. Allí, en el sillón de la abuela, pasaba las tardes mirando la televisión levemente asustada, mientras movía intermitentemente la dentadura postiza dentro de una boca enmarcada por sus finos labios hendidos y arrugados. Hasta que mi madre terminaba la colada y juntas jugaban con la ropa como si la sencillez de la vida de pueblo, campestre, volviese a esta cenicienta ciudad, a este tétrico piso, gracias a la antigua magia de los detergentes y jabones. A veces hablaba y contaba sobre verbenas, bailes y niños que bien pudieran ser sus propios amigos fantasmales, espíritus de añoranza que la enfermedad empujaba hacia fuera y la colonia de bebé, que le poníamos a mi abuela, solidificaba ante mis incrédulos ojos.

Una semana en concreto, siete días ociosos, y un montículo cualquiera de calcetines me miraba culpabilizándome desde el sillón. Intentaba esquivar aquel conjunto de tela negra, pero por el rabillo del ojo, entre la acidez de las nubes de humo, regía impasible el salón cual monumento funerario a mi vagancia. Pero es que tenía que darles la vuelta a los calcetines, justamente la parte del proceso de emparejarlos que más detesto. Vas llenando la cubeta de la lavadora distraídamente, te arrancas esa segunda piel de colores y vuelta del revés espera su turno para el lavado, aclarado y centrifugado. “La costura siempre para dentro”, quiero pensar que las enseñanzas domésticas de mi madre son un puente hasta las manos callosas de mi abuela. No obstante, darle la vuelta a decenas de pares de calcetines me hacía rechinar los dientes solo con pensarlo. Un día más, siempre se puede esperar un día más.

Llegaban, aquella semana indolente, también las noches ociosas, y con ellas los sueños prolongados por la inactividad diaria. Fueron una serie de ensueños bastante lúgubres, enmarcados en la perdida de alguien, una actividad nocturna melancólica donde personas del pasado y el presente, sin inquina, con cariño, me señalaban un futuro desolado y solitario por el que tendrían que discurrir mis pasos. Funerales de seres queridos, despedidas en un andén, casas abandonadas hará cientos de años, amigos empujándote al barro tras funestas partidas de cartas. Todo un procesionario de penas y cuitas que jamás llegarán a resolverse.

Mis despertares esos días, con semejantes sueños oscuros, se preñaban de una angustia que punzaban mi corazón de buena mañana; sin embargo, la pena no era dolorosa, sabía a liberación. Decir adiós a las personas que quieres es un privilegio, has vivido con ellos aventuras y miserias fascinantes y puedes sintetizarlas en un simple gesto con la mano o un suave beso sobre una mejilla húmeda. Claro que se trata de una emancipación falsa, por supuesto: “los sueños, sueños son…”, aunque quizás Calderón tuviese algo que añadir al respecto. De tal guisa, pensativo y taciturno, trasegaba por casa como alma en pena, y siempre el montón de calcetines capturaba mi mirada y me preguntaba: “¿Cuánto tiempo me vas tener aquí abandonado?”. No podía evitar por más tiempo la respuesta, y tras una noche en que las lágrimas oníricas por la nueva muerte imaginada de mi abuela abnegaron la cubierta de la almohada, con el vacío saludando desde del cajón de los calcetines llegó la contestación tan naturalmente como siempre.

Les mentiría si les dijese que recién despierto, con las estalactitas legañosas aun colgando, abordé la tarea que tanto detesto. Di vueltas por casa, intentado recordar los desvaídos sueños de aquella noche. El cansancio, la edad, el alcohol; un sin fin de amenazas para la ensoñación nocturna y nadie es inmune a ellas. Algunos fragmentos eran más vívidos que otros, pero sobre todos ellos, por encima de todo lo soñado aquella semana desocupada que llegaba a su fin, estaban las sensaciones, las emociones, el tuétano. Pena y alegría en un cóctel amargo y dulce al paladar, con notas apagadas de musgo y pinar mediterráneo. Sumergido en estas pedantes reflexiones lancé un ataque imprevisto sobre el montículo de calcetines. Los separé un poco y metí el puño en uno de ellos para darle la vuelta pinzando con el dedo gordo y el índice. Así lo hacía mi querida abuela Fortuna cuando sentada en su trono, obligada a una final de viaje paralizado por la cadera rota, las articulaciones y la diabetes, le poníamos un montón de calcetines calentándole el regazo para que se sintiese útil y se distrajese, pues a mi abuela se le llenaba la cara de satisfacción cada vez que sus temblorosas manos moteadas vencían la resistencia de la tela y le daban la vuelta a un calcetín, como si fuese uno de los conejos que desollaba para las cenas familiares de antaño.

En aquel primer ataque me llevé una pequeña alegría, esas que hacen la existencia más llevadera, el calcetín ya estaba vuelto. Supongo que las cosas no siempre tienen porque estar al revés. Proseguí con el siguiente y… ¡la costura también por dentro! Continué con el resto de aquel ejército de algodón. No tuve que volver ninguno y eso era algo estadísticamente improbable. ¿Me pude llegar a quitar más de una docena de pares sin darles la vuelta? Les aseguro que nunca me había pasado algo similar y llevaba recorridas más montañas de tela que las que nunca hubiese sumado Reinhold Messner; entonces el aroma a suavizante me resultó inusualmente intenso. Una fragancia a lavanda que traía ecos de otro perfume casi igual de sencillo y más infantil. Imaginaran que, dado mi reciente nostálgico despertar, comencé a asociar los sueños de aquella semana con una manos espectrales, que pronto tomaron forma en mi mente luciendo ajadas y tiernas a la vez. Miraba incrédulo los calcetines, que por otro lado siempre parecieron encontrarse en la misma posición, y especulaba – ligeramente asustado por la aparición de “lo irracional” – sobre la posibilidad de que fuese un truco de mi mente. ¿Ya los había vuelto? ¿Una simple casualidad? Dado el despiste con que emprendo muchas de mis obligaciones, nunca me he fijado hasta emparejarlos del estado o posición de los calcetines lavados. Me costaba ver un hecho sobrenatural en aquello, soy un escéptico irredento y no tengo la suficiente paciencia como para esperar lanzando loas religiosas a la mal llamada “otra vida”; no gracias, ya tengo suficiente con ésta. No obstante no puede evitar, fue casi un gesto involuntario, respirar más hondo buscando el olor de la vejez mezclado con la colonia de bebé que todos ustedes imaginan. Desgraciadamente nada llegó a mi defectuoso olfato, los mismos olores diarios impregnados con el agrio matiz de la nicotina.

Si se tratase de un cuento de fantasmas irreal, a la antigua usanza gótica, seguramente los calcetines hubiesen retenido algo de calidez sobrenatural, proveniente de la mano amiga que me había ayudado o, simplemente, había vuelto a insistir sobre las enseñanzas de mi abuela acerca de ser diligente. No, ningún resto ectoplasmático, ninguna advertencia en los sueños anteriores, que tan solo habían sido un batiburrillo inconexo de pesares y morriña. ¿Entonces? ¿Mera casualidad? ¿A lo sumo un hecho misterioso que no contenía mayor importancia? Si necesitan una respuesta racional a un hecho que seguramente consideren intrascendente, o abusivas divagaciones de un extraño, les diré: puede, pero solo puede. Porque este “juntaletras”, les aseguro que un hombre sin fe y profundamente materialista, revolvía y rebuscaba en sus recuerdos difusos, en sus vísceras atenazadas, en el hueco dolido de un corazón que solo debería bombear sangre, en la boca del estómago que temblaba como ante una premonición… buscaba y buscaba dentro de mí, allí sentado mirando el sillón que, tantos meses de pesadumbre y degradación física, había sido él único testigo consciente del paso de mi abuela. Ese anhelo, esa melancolía que la luz del sol, que entraba por las cortinas, no podía despejar, era el verdadero fantasma encantándome. Un espectro con el que debemos aprender a convivir, eligiendo bendición en lugar de maldición y eludiendo la tristeza como moneda de pago para nuestros días en la tierra.

Porque en un aguijonazo luminoso me di cuenta dónde viven los fantasmas.


Vuestros comentarios

1. 28 ago 2011, 18:01 | Andrómeda

Ostia, Bob… me hiciste emocionar hasta las lágrimas… y eso no se vale T_T

2. 28 ago 2011, 21:22 | Bob Rock

Andrómeda.- Ya avisaba yo de que era un cuento triste. Pero si te has emocionado es porque en tu corazón también habitan fantasmas y sabes convivir con ellos. Gracias por leer majica ;)

3. 29 ago 2011, 00:25 | fulci_37

Que contradiccion, tu magnifica verborrea me ha dejado sin palabras, un placer inesperado, gracias.

4. 29 ago 2011, 11:22 | Bob Rock

Fulci_37.- Bueno, parece que esta vez no he resultado pesado. Genial.

Gracias por leer.

Un saludo

5. 29 ago 2011, 18:31 | MIssterror

Bob-mágico,en serio,tu escrito es mágico.
Mientras lo estaba leyendo,me invadía un sentimiento de envidia.Me encantaría que uno de los fantasmas que tanto echo de menos me ayudara con los calcetines…

Bravo!!

6. 29 ago 2011, 18:48 | Bob Rock

Missterror.- Nuestros fantasmas viven en y con nosotros. A veces no nos damos cuenta, pero es “un hecho” y es liberador reconocerlo, y te lo dice un cínico nihilista que día a día y segundo a segundo, gracias a mis fantasmas, lo es menos y vive mejor en el equilibrio.

Después de este comentario “místico” – no he bebido nada, lo juro -, un abrazo. Tu si que eres “mu majica” ;)

Un abrazo!

7. 30 ago 2011, 16:24 | Lady necrophage- Maria Nieves Guijarro

Muy emotivo. Desmuestras tener un denodado talento tanto para inspirar emoción como repugnancia, Que envidia.
Nekroabrazos¡¡¡¡

8. 20 may 2015, 15:36 | Barbara

Muy bello. Lo único que puedo decir.

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