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El Roble Seco

O el hombre que NO llegó a ser

Todo comenzó un otoño a finales de los ochenta. Dicen algunos entendidos investigadores que coincidió con unas ráfagas electromagnéticas provenientes de la gravedad del lejano Júpiter. Otros indican que se trató de fuerzas de la Naturaleza ligadas a la contaminación producida por el hombre, y los más modernos teóricos coinciden en que la causa fue producida por algún tipo de radiación o nube radiactiva.

Yo no me inclino por ninguna de estas opiniones y aún hoy sigo buscando una explicación más verosímil. Lo cierto es que tan sólo hubo dos casos —conocidos— en todo el mundo. Bórotom Sòktov —no sé realmente cómo se escribe— vivía como pastor ermitaño en medio de ninguna parte, entre montañas y bosques, con una cabaña construida por él mismo veinte años antes, de madera maciza, bien aislada tanto del frío como del calor, de vigas fuertes y resistente a los vendavales.

Subsistía de su rebaño de ovejas, de carne de lobos y jabalíes que cazaba con trampas en el bosque, algunas hierbas y bayas y un improvisado invernadero. Aislado del resto de la humanidad desde los años cuarenta, creía que el mundo había sido dominado por los nazis y que sus montañas impenetrables y sus frondosos bosques le aseguraban ser el único humano libre en todo el planeta.

Aún así conservaba, antes de su desaparición, un pequeño habitáculo rectangular lleno de libros, aproximadamente entre mil y mil quinientos ejemplares, que aseguraba haber leído cada uno al menos tres veces. En aquella humilde —pero a la vez magnánima— biblioteca había un amplio vano por donde entraba la luz y por el cual vigilaba la entrada de la casa, el ganado y el invernadero mientras devoraba sus preciados libros.

Y fue en aquella ventana donde escribió su último mensaje a la Humanidad con el dedo untado en tinta china:
NO SOY

El señor Sóctov fue uno de los extraños casos. El otro caso al que me refiero fue en ese mismo lugar, a escasos treinta metros del invernadero, donde crecía, desde que el señor Sòctov tenía memoria, un hermoso roble «Alto, grueso (…), de ramas fornidas, curtido por el gélido viento de los inviernos y con una maravillosa copa que tornaba del verde claro en primavera, al marrón rojizo como las tejas en invierno», según Soctov —la traducción es mía directamente de su diario personal, original escrito en surzhyk—. Aquél roble y él eran pequeños confidentes. Así lo creía Bórotom, quien cada tarde después de comer se sentaba junto al árbol y charlaba como si se tratase de un viejo amigo. Cada día hablaban de cosas diferentes y banales, como lo mala que había sido la cosecha o la fuerza del río en esa época. La desaparición de ambos duró algo más de un mes. Desde finales de septiembre hasta principios de noviembre.

No hubo un primer síntoma que preocupara a Bórotom, unas fiebres o dolores de cabeza. Nada. Así al menos lo constató día tras día mientras pudo seguir escribiendo. La primera prueba clara se dio un veintiocho de septiembre, bien temprano, cuando Bórotom se despertó de un mal sueño con dificultades para respirar. Se sentó en la cama jadeando y nervioso, como si algo le hubiese despertado. Como notaba cierto malestar, una especie de quemazón en la piel, se levantó al cuarto de baño, suponiendo sería una picadura de algún insecto intruso.

Pero cuando se miró al espejo Bórotom creyó seguir soñando. Se miraba el rostro con los ojos muy abiertos, palpándose las mejillas y el hueco donde debería estar la nariz. Pero no había. No tenía nariz, simplemente había una suave y tersa piel desde su entrecejo hasta sus labios; ni orificios nasales, ni narinas, ni ninguna señal de que nariz alguna hubiese estado allí. Estaba amaneciendo, así que, perplejo, decidió ponerlo por escrito en su viejo diario —que mientras escribo esto, vuelvo a releer una y otra vez—. Sentado en su biblioteca, dispuesto a escribir, fue cuando vio a su roble, que describió de la siguiente manera: «Mi roble, mi viejo amigo alto, grueso y robusto, tiene mellas. Su tronco, plagado de ramas fornidas, curtido por el gélido viento de los inviernos y con una maravillosa copa que tornaba del verde claro en primavera, al marrón rojizo como las tejas en invierno, tiene vacíos. Como burbujas de nada, mordiscos de la noche que le han desfigurado. ¿Le pasa lo mismo que a mí? ¿Habrán sido esos malditos nazis?». Llagados a este punto hay que aclarar que los “vacíos” que describía sobre el tronco del roble, he llegado a comprender —gracias a un primitivo dibujo que adjuntó en sus notas— que se trataba de algo así como esferas, semiesferas más bien, que le faltaban al tronco.

Las notas muestran a lo largo del mes cómo se hace más fuerte su convicción de que la culpa es de los nazis, una especie de método para hacerle salir de sus bosques en busca de ayuda, según él.

La desaparición por taxiomas o desaparición tómica —dependiendo de cómo lo llaman unos u otros investigadores— fue en aumento. En las semanas siguientes no siguió ninguna pauta en concreto, simplemente partes de su cuerpo iban desapareciendo como si nunca hubiesen formado parte de su fisonomía. No todas las voces fueron unánimes, evidentemente. Muchos expertos concluyeron que Soktof sufrió una demencia, un brote psicótico que lo llevó a la automutilación, acompañado de alucinaciones provocadas por un grave síndrome de aislamiento. Estas teorías, a las que me opongo totalmente, salieron a la luz a propósito de las notas de los últimos días del agonizante ermitaño. Y es que, analíticamente hablando, a partir de este punto que os he narrado, todas las notas se tiñen de un surrealismo incomprensible y confuso para todo aquél que no padezca la desaparición tómica.

Los días siguientes a la desaparición de su nariz y de los vacíos del roble, Sóktof comenzó a tener lo que cualquier psiquiatra hubiera diagnosticado como desvaríos o brotes compulsivos de delirio. En este punto de sus notas es cuando ÉL aparece.
Ese él, que aún a día de hoy intento comprender, es lo que define como el-ser-que-no-es. En palabras de Sòktof: «me acecha, lo sé. Ahora que parte de mi cabeza se ha volatilizado, le presiento más que antes. Es un ente extraño, pero a la vez no es nada. O quizás él sea la Nada; o simplemente la Nada siempre ha sido él…» “El-ser-que-no-es” aparece una y otra vez. En ocasiones arrebatándole él mismo partes de su anatomía.

Más tarde llegaron los vómitos. Vómitos de color pálido, un blanco artificial más parecido a pintura que a un fluido biológico. Pero no era un vómito normal como puede imaginar cualquiera: Sòktov vomitaba imágenes. En el plasma de sus vómitos, de un resplandor radiactivo, Soktov veía imágenes en movimiento, de él mismo, de un entorno pasado que nunca fue real: en sus vómitos veía las imágenes de realidades alternativas y ucrónicas.

Es lo que he podido entender cuando escribía: «(…) y entonces, cuando paran las arcadas y abro el único ojo que aún me ha dejado e-ser-que-no-es, veo aquel tiempo, cuando era joven. En el charco de esa cosa que ha salido de mis entrañas [mi interior] veo situaciones que he vivido, pero que en un momento crucial, el “yo” de las imágenes toma otra decisión a la que tomé realmente en su momento y todo lo que viene detrás es diferente (…)».

Son un total de ciento cincuenta y cuatro páginas —muchas de ella ininteligibles— las que narran de forma frenética las cientos de vidas alternativas que podía haber vivido. El punto crucial, en sus últimas palabras, es angustioso. Su discurso ya no se rige por cualquier atisbo de raciocinio, no atiende a puntuación ni ortografía. Fuese lo que fuese lo que finalmente le ocurrió, pasó de forma muy precipitada: «yaestá al fin viene por mi sangre resplandor soy yo elserquenoes soy yo Yo no quiero ser Amigo Roble viene a mi Dominio Vacío. No soy. No soy no soy no s(…)».
Así concluyen los pocos datos que tenemos de la supuesta existencia de Soktov.

El dolor se hace más intenso. Aún no le he visto, pero quizá, lo que me temo es el momento en que lleguen los vómitos. Esa es la razón de mi obsesión. Me identifico tanto con Soktov, intento buscar una explicación a su agonía cuando lo que en realidad deseo es poder salvarme y evitar mi terrible destino. Pero cuanto más leo y estudio la siseante caligrafía de Soktof, más fuertes son mis convicciones de un final inminente.

Pum pum, pum pum… El sonido es incesante. Es lo que peor llevo. Hará un par de días, habiéndome desaparecido hace una semana la mano derecha, se dibujó en mi pecho, ligeramente por encima del ombligo y ocupando en su mayor parte el lado izquierdo de mi torso, un círculo perfecto, y con él vino el sufrimiento, el monótono e incesante retumbar. Cuando me palpo el pecho y acaricio la suave y lisa textura de mis costillas y esternón, no puedo evitar que un latigazo me recorra de pies a cabeza. El corazón, libre de barreras de carne, músculos y piel, deja escapar su bombeante latido; y créanme que el sonido que produce es más alto de lo que puedan imaginar. Si de por sí evito el quedarme dormido, su sonido me angustia y me da ansiedad. De una forma casi irónica, el sonido de mi corazón me produce taquicardias, por lo que poco a poco voy asumiendo el eterno bucle en el que estoy inmerso. Igual pasa con los pulmones: su continuo vaivén y su intermitente zumbido de inspiración y espiración, me desespera.

En conclusión me resulta muy desagradable mirarme al espejo, pero me obligo a ello para constatar las partes que me van faltando. Apenas puedo moverme de mi habitación. Ya no como, pero tampoco tengo hambre.

¿Qué pasa? ¿Qué es eso? Tengo que levantarme. He oído algo […] 1

Ha sido horrible. No he podido parar de gritar durante… no sé. No percibo el tiempo. O quizás sí. No sé cómo estoy escribiendo, ya no tengo ojos. Mi cabeza se ha mermado a la altura de la nariz. Quizá estoy muerto. Veo pero no quiero ver. Le he visto. Ahora sí. Ya estoy seguro de lo que Soctof decía. ¡Oh, no! Duele. Me dan arcad[as]

* * * * *

Creo que han pasado días. O quizá minutos. Apenas he parado de vomitar. Veo cosas sin mis ojos. No sé cómo ¿estoy quizá muerto y esto es fruto de la eterna locura que es la muerte? Él me acecha. A veces resplandece y a veces me envuelve en tinieblas. Es horrible. Si aún sigo vivo no sé cuánto voy a poder aguantar. Aprieto contra lo que queda de mí el viejo revolver de mi padre, pero en caso de decidir suicidarme no sé dónde disparar para que sea rápido, en teoría no tengo cerebro… ¿cómo es posible esto?

Un momento. Veo… ¿es el Tiempo lo que veo? Otra vomitona no… Demasiado tarde… ahí viene

Es el fin. Lo sé. Él ha venido. Él, que no es Nada. Él quiere enseñarme el tiempo y sus múltiples reflejos. Él, que se ha molestado en mí después de un viaje tan largo… Él. Ya está aquí. Me hace señas. Así es como acaba.

No soy. No soy. Al igual que él, yo seré el siguiente ser-que-no-es. No soy. No soy. No soy.

Angustia. Miedo. Sangre. Temblor. Todo se disuelve. El caos me aplasta. Parece un huracán. Suena demasiado alto. Todo mi ser-que-no-es vibra. Qué tonto he sido. No lo he visto antes.

Terror Pánico Muerte Sentido Tiempo
NO SOY

[…] 2

———————————————————————————————-

1. Nota del transcriptor: Han sido suprimidas nueve líneas del documento original por su total ininteligibilidad, escritura rápida, imprecisa e inconcluyente.

2. Nota del transcriptor: Las páginas acaban con un charco de sangre que empapa el papel. Si había algo más escrito, se ha perdido.


Vuestros comentarios

1. 26 nov 2012, 13:08 | Lady Necrophage

bueno, bueno, bueno…estupendo tu relato, me ha encantado sobre todo el final…me ha recordado mucho la escritura lovecraftiana. Aunque, por la temática del relato en sí, no he podido evitar recordar, en cierta medida, algún relato de Algernon Blackwood, en la linea de “Los sauces” o “el hombre al que amaban los árboles”.
Curiosa mezcla, te felicito.
Salu2.

2. 27 nov 2012, 00:09 | Randolph Carter

Muchas gracias, Lady Necrophage! Me alegro de que te haya gustado, de verdad ;) Un saludo!!

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