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La Isla

Llevábamos varados en el maldito banco de algas dos días. S. y yo nos las prometíamos tan felices. Lo teníamos todo bien atado, estudiado cada paso. Claro que no contábamos con el maldito mar.
Embarcamos en el De la Mer hace cinco días. Yo como pasajero de unos de los cruceros más famosos de todo el globo, y S. como parte de la tripulación. No recuerdo exactamente que puesto desempeñaba, pero no era importante para nuestro objetivo: Las joyas de la Condesa Giovanni.
Nuestro plan era sencillo. Seducir a la condesa para llegar hasta la caja fuerte de su camarote. Tarea fácil para un tipo como yo. No me puedo vanagloriar de ser una persona trabajadora, sin embargo mi cuerpo atlético, mis delicadas manos, mis ojos azules, mi rostro cincelado, mis rubios tirabuzones y mi sonrisa picara; me habían abierto muchas más puertas que el vulgar trabajo. Efectivamente la seduje. No tuve más que pavonearme delante de ella durante las galas que se ofrecían noche tras noche. La Condesa era una mujer madura pero no le faltaba el encanto y esas famosas curvas italianas.

Intenté mantener la calma. Cada noche que acabábamos en su camarote desnudos y bebiendo champagne, tenia que controlarme para no estrangularla y llevarme las joyas por la fuerza. S. se impacientaba como yo, hasta que llego la noche que habíamos planeado con tanto cuidado.
Eran las doce de la noche, la Condesa me esperaba ebria en su confortable cama. Del cuello colgaba la maldita llave de la caja fuerte. Junto a la puerta estarían sus dos guardaespaldas, no tenían nada que hacer contra el gigantón S. En ese momento estábamos a 70 kilómetros hacia el sur de una pequeña isla con un aeropuerto no comercial. S. había preparado un bote de remos con unas pocas provisiones. Era uno de los botes salvavidas colocados a estribor, nadie de la fiesta se enteraría porque se celebraba en el lado contrario y S. era el encargado de patrullar por cubierta esta noche. Mañana al mediodía estaríamos en la isla con unas joyas de valor incalculable.

El plan siguió implacable. La Condesa estrangulada, los guardaespaldas acuchillados y nosotros dos en la pequeña barca deslizándonos sigilosamente por las tranquilas aguas. Era en cuarto menguante y la luz era suficiente para observar el brillo de las ondulaciones marinas. El barco se alejaba con sus luces y su música. Poco a poco nos adentrábamos en la garganta del océano. Era excitante y misterioso; obviamente estábamos eufóricos por nuestro aparente triunfo.
Nos turnamos los remos de media en media hora. Cuando llegó mi tercer turno vi como la luna se cubría por unos nubarrones. Llevábamos chubasqueros pero no nos gusto ni un pelo. Olía a ozono, se preparaba una fuerte tormenta. Recogimos los remos, nos pusimos los chubasqueros y esperamos pacientemente unos quince minutos. El vendaval llegó sin previo aviso, la lluvia caía sobre nuestros rostros cegándonos. Para nuestro alivio parecía que el bote era muy recio.
Bailaba sobre la espuma que se creaba en la superficie del mar de forma grácil. Las olas nos empujaban de un lado a otro. Nos tapamos con una lona reforzada con brea para aguantar mejor el envite de la lluvia. S. intentaba decirme algo pero el estruendo del pequeño tifón no me permitía oír ni mis propios gritos. Los rayos cruzaban el cielo con tanta virulencia que su resplandor era capaz de atravesar la tela de la lona. Los truenos eran como alaridos de furia de gigantes. Nunca me había sentido tan indefenso. Pasaron interminables horas, según mi reloj estaría amaneciendo cuando el vendaval disminuyo su empuje.

Retiramos la lona con cierto esfuerzo, tanto por el agua acumulada encima cono por nuestro cansancio. Al fin y al cabo, llevábamos toda la noche en vela. S. examinó nuestra brújula y comento ciertamente molesto que la electricidad estática acumulada por la enorme cantidad de rayos. S. tenía una grande dotes marineras y comentó por la inclinación de la luz del sol naciente que se filtraba entre oscuras nubes, las olas nos debían haber desplazado muchísimos kilómetros hacia el norte. Evaluamos la situación los más calmadamente que pudimos.
Teníamos galletas secas, pasta de pescado y agua para tres días. Por mucho que nos hubiéramos desplazado, siempre podríamos alcanzar la isla si empezábamos a remar inmediatamente.

A pesar de mis doloridos músculos cogí los remos con determinación. Al moverlos dentro de las aguas me llevé una desagradable sorpresa, algo impedía moverlos con libertad. Miramos los dos a la superficie marina y anodadados observamos como una especia gelatinosa de algas rodeaba nuestra embarcación hasta donde alcanzaba la vista. S. gritó una obscenidad, empezó a decir que estábamos atrapados por el maldito mar de los Sargazos. Una masa de algas recias de varios kilómetros de diámetro. Y por si fuera poco no eran comestibles. De hecho el aire tenia un desagradable olor a sulfuro. El sonido que hacia la masa vegetal al chocar contra la quilla de la barca era enervante. Como un cuerpo blando y podrido jugando rítmicamente sobre la madera.
Estuvimos en silencio durante un buen rato. Ambos mirando la superficie inmutable de las aguas. Un sin fin de formas fantásticas creadas por las algas que encerraban pequeños cangrejos correteando por las hojas. Extraños movimientos casi imperceptibles por debajo de la capa verduzca, ¿peces? Era imposible no desanimarse, la cosa se había puesto realmente mal. Probé a empujar con el remo parte de las algas, pero donde apartaba una aparecían tres que se pegaban lánguidamente a la pala del remo. S. rompió el silencio haciéndome notar que al menos la barca se movía con el mar de los Sargazos. Que de momento debíamos esperar. No sabia que contestarle, miré a mi alrededor y sentí flojear mi cordura.

Hasta donde llegaba la vista solo se veía un resplandor verde sobre el agua. Me sentí dentro de una tumba marina. "¿Cuantas personas crees que habrán muerto en un mar como este?", pregunté. El me miro fijamente con cara desencajada y no contesto. Inmediatamente nos abrigamos como pudimos con las ropas empapadas y dormimos. Salí de mis sueños asustado. Con alivió abrí los ojos para ver el sol. En mi sueño pequeños filamentos blandos se intentaban abrir paso entre mis labios. Unos finos tentáculos querían profanar mi cerebro, y el sabor agrio inundaba mi boca. S. también despertó agitado, tenia mala cara. Dijo que el maldito olor le producía nauseas constantemente.

Más o menos así, pasaron tres días. El constante sol diurno acrecentaba el hedor a la vez que golpeaba nuestros rostros sin piedad. Yo empezaba a perder el contacto con la realidad. S. aún parecía peor. Su rostro había enflaquecido por la tensión y a veces sacaba su mano por la borda para rozar amorosamente las algas. Yo no quería ni verlas, cada día creía que los movimientos bajo su superficie aumentaban. De hecho apenas podía dormir debido a las pesadillas provocadas tanto por el sonido chapoteante que provocaban las algas como por su color, cada día más verdes. Como carne podrida, hinchada y llena de gusanos bajo el calor del verano. Mi cordura me abandonaba átomo a átomo.

Una noche S. me contó una historia. No podía ver su rostro, estábamos casi en luna nueva. Era escalofriante oír su voz en la oscuridad, mezclada con el deslizar de la masa vegetal. La narración era por lo visto una vieja leyenda marinera. Dijo que su padre se la había contado a el en su lecho de muerte. La historia contenía todos los tópicos que habíamos vivido ya: el mar, la desesperación, tormentas, el mar de los Sargazos. Por supuesto en su historia aparecían elementos más pintorescos. Como los cientos de cadáveres de anteriores marineros nadando en el infierno bajo la capa de algas. Las bestias marinas que usaban este mar como red de pesca. Las extraña vida de las propias algas sedientas de sangre humana. Una historia encantadora dada nuestra situación. La finalizó hablando de una isla y de las sirenas que vivían allí.
De como atraían a las tripulaciones de los barcos para usar su semilla, perpetuarse y luego alimentar a sus crías. Le dije que no parecían tan agradables como las sirenas de Ulises. El se rió como un loco y finalmente calló.

Llegamos a la quinta noche desnutridos, algo enfermos y totalmente enloquecidos. Yo aún tenia la esperanza de que nos encontrase algún barco mientras nos deslizábamos junto a las algas. No dormíamos, creo que nos observábamos en la oscuridad. Ahora éramos enemigos. ¿Querría el mi carne? Seguro que quería devorarme ó sacrificarme a los muertos de las profundidades. Fue una noche horrible, cargada de presentimientos. Estoy seguro de que escuché ruidos más estridentes entre las aguas. Manos huesudas y pálidas rozando nuestra embarcación. El olor era imperceptible ya para mi sin embargo esa noche volvió con un toque más almizcleño, casi seductor. ¿Podía sufrir alucinaciones olfativas?

Creí que esta vez si que habíamos tocado fondo, que moriríamos el uno en las manos del otro. Con una fortuna in calculable en nuestra bolsa. Era tan irónico, que deseé tirarme a las algas y que los pequeños cangrejos se ocuparan de mi. Las primeras luces del alaba encendieron el cielo. Contemple la silueta de S. Me miraba fijamente con una sonrisa idiota en el rostro. Susurraba algo una y otra vez como un mantra. "Han intentado meterse por mi boca". Me quedé horrorizado y cuando me incorpore para llegar hasta su lado grite de asombro. A poca distancia de nuestra embarcación se divisaba la costa de una pequeña isla. Palmeras, dátiles, cocos, ¿quizás un pequeño aeropuerto? ¡Era un milagro! Señale lentamente hacia la isla y S. se volvió. Se levanto y empezó a bailar y a gritar. Yo me abracé a el. Todo lo que habíamos pasado parecía un mal sueño. "¿Como llegaremos?", le pregunté. El me contesto que deberíamos nadar debajo de las algas . Yo puse cara de asco. "Mira. Por mucho asco que nos de, es la única manera de salir de esta maldita barca. Tu llevaras las joyas y solo tendrás que seguirme. Solo serán diez minutos" Y efectivamente solo fueron diez minutos, pero para mi fue una eternidad. Entre las algas sentía constantemente roces, debajo de ellas oía voces primigenias instándome a la adoración. Aunque todo debió ser fruto de mi imaginación, para mi resultó un suplicio. Hubo algún segundo en el que casi desee estar muerto y hundirme en el fondo del océano.

Nada más alcanzar la costa cogimos algunas rocas pequeñas para tirar un ramillete de dátiles de una palmera. Una vez saciado nuestro apetito, fijamos nuestro objetivo en un coco. Bebimos de su interior y todo parecía más positivo. Teníamos que explorar la isla. Nos tomamos unos minutos de descanso sobre la fina arena de la playa y bromeábamos con lo que haríamos con todo el dinero que íbamos a conseguir. Parecía que la cordura volvía lentamente. Tras una larga pausa en la conversación S. dijo algo inquietante: "¿Te das cuenta de que no se oye ningún pájaro?"
Yo le contesté que no fuese aguafiestas, que abría cientos de razones. Seguro que en la jungla que teníamos a nuestra espalda nos cansaríamos de ver repugnantes bichos. "Es más, deberíamos tener cuidado con los animales salvajes". El metió la mano en un bolsillo de su pantalón y sacó una navaja de tamaño considerable. Aunque sonreí no pude evitar pensar que si no me había dicho nada hasta el momento es porque planeaba usarla contra mi.
Finalmente nos reincorporamos y nos adentramos entre la florida vegetación de la isla. No había ningún camino y parecía deshabitada pero esperábamos encontrar algo en la costa opuesta. S. sujetó con una fuerte liana la navaja a una rama bastante firme.

A medida que nos adentrábamos en la isla seguíamos sin escuchar a ningún animal. Por otro lado, la vegetación se volvía más exótica y extraña. También se comenzaba a levantar una espesa niebla matinal que se arrastraba entre las flores de extraños colores con vida propia. Parecía un paisaje extraterrestre. Detuve a S. y le pregunté que opinaba. Estaba un poco asustado, como yo. Intentó restarle importancia al extravagante aspecto de nuestro entorno. Yo intentaba fijarme únicamente en mis pasos. Intenté apartar la mirada de los bulbos de color rojizo como la sangre. De las flores de formas obscenas, con canales en sus hojas portando savia de colores fosforescentes. Los aromas que nos envolvían eran embriagadores, me sentía mareado. Todo esto junto al aumento de la niebla contribuyo a no ver muy bien por donde pisábamos.

Lentamente llegamos hasta un claro. Había un pequeño lago en su centro que podía explicar la presencia de la niebla. A su alrededor se arrecimaba la vegetación y la flora con más violencia y esplendor, aún si cabe. Continuamos sin oír el canto de ningún pájaro, ni siquiera el zumbar de los insectos. Atentos estábamos a nuestros oídos, cuando oímos una especie de murmullo melódico. Parecía venir del lago, cuyas aguas estaban cubiertas de nenúfares de formas fálicas y líquenes espesos de colores ambarinos.

Entre la niebla se vislumbraba el agitar de las aguas. El murmullo subía de volumen “in crescendo” y el aroma de las flores era muchísimo más acusado. De hecho era tan profundo y sensual que comencé a sentir una excitación bastante impúdica. El murmullo conformaba una melodía celestial a la vez que de las aguas unas formas indefinidas se alzaban. S. dio unos pasos hacia el lago. Yo lo imité pero con tan mala fortuna que tropecé en el suelo cubierto de lianas que incluso parecían moverse, como miembros de un cuerpo enorme. La niebla se despejo durante una fracción de segundo y me permitió contemplar como en los alrededores del lago la vegetación se movía al ritmo de la melodía entonada con cierta matiz femenino pero ultraterreno. S. dio otro paso hacia delante cuando de las formas que se agitaban sobre la superficie legamosa del lago, fue lanzado con violencia un espumarajo de algo que parecían algas. El impacto tumbo a S. y observé como los hilos de babas verduzcas arrastraban el cuerpo de S. Parecía que se pegaban a su cuerpo. Los murmullos aumentaron aún más dejándome sordo y profundamente excitado. Aunque paralizado por la escena, todo mi cuerpo ansiaba llegar hasta el lago y penetrar en sus aguas para chupar, lamer, rozar aquellas formas que se acercaban a la orilla. Formas que parecían femeninas pero surcadas por incontables venas, tubos ó tentáculos que rezumando liquen rojizo hacían de las figuras árboles humanos...
Es la mejor forma que tengo de describir el horror que se aproximaba hacia el cuerpo tumbado de S. Era una abominación indescriptible formada por corpúsculos de pulpa vegetal y formas imitando la anatomía de una mujer perfecta. Pero aún mas horrible era ver como S. se retorcía del dolor provocado por el pseudopodo apresador y sin embargo gemía de placer, de excitación. Y gritaba: "!Es el canto de las sirenas!". Fue lo último que dijo. Cuando la masa emergente llegó hasta la orilla, una miríada de finos hilillos parecidos a cabellos salieron del vientre de la criatura y rodearon el cuerpo de mi compañero. Este se agito en un éxtasis agónico, que me despertó un poco del atontamiento. El perfume de las plantas se torno algo mas acre y me produjo una profunda repulsión. Una probóscide azulada empezó a recorrer el cuerpo de mi amigo buscando su boca, mientras las hebras vegetales se concentraban en la entrepierna del mismo. Parecían querer succionarle todo por completo. Gruñidos emitidos por orificios invisible rodearon a la criatura y esta rezumó algo aceitoso parecido a la mermelada de lo que parecían bocas humanas. Labios de mujer, muy carnosos y un tanto paródicos. El cuerpo de S. empezó a ser arrastrado hacia el lago y se hundía en su podredumbre cuando un disparo se oyó detrás de mi. El olor a pólvora me despejo un poco la cabeza. El temblor de la criatura herida estremeció el claro y esta se hundió en sus aguas arrastrando el cuerpo de S. con violencia. Unos bramidos inhumanos me hicieron acurrucarme en el suelo. Mientras pude escuchar unos cuantos disparos más. Parecían carabinas. Alcé la cabeza y reafirme mi suposición. Se trataba de las clásicas carabinas de la guardia de un barco. El departamento de seguridad del De la Mer nos había encontrado por fin. Lloré de agradecimiento, como un niño roto. Algo en mi no estaba bien, no podía dejar de sentir el olor, el deseo de la cosa del lago sobre mi cuerpo, el canto.

Aún ahora en mi celda, condenado por asesinato y con el resto de mi vida entre estas cuatro paredes, oigo a la criatura. Oigo el placer de S. y quiero compartirlo. ¿Donde estará? ¿En que dimensiones de horror bajo el agua marina se encontrará? A veces me muerdo las manos porque mi sangre me ayuda a recordar el olor de la isla. Yo también quiero darles mi semilla, que mi carne sea la cuna de mas de esos seres extrañamente vegetales y adueñarnos de los sueños de los hombres...para siempre.

Por Bob Rock


Vuestros comentarios

1. 18 jun 2009, 14:46 | Bob Rock

Hola Almas Oscuras.

Gracias Joan, tu amabilidad es siempre un placer en los tiempos que corren.

Notar que el relato es un clásico pastiche al estilo “Hodgsoniano” con una buena dosis de Lovecraft. Si os gusta, es de obligada lectura la obra de William H. Hodgson

Un saludo.

2. 19 jun 2009, 02:07 | Elizabeth

Bob: Brillante! atrapante y excelentemente escrito.
Felicitaciones!

3. 19 jun 2009, 13:13 | Bob Rock

Elizabeth: Muchisimias gracias. Te he dejado un regalo en el comentario del padrastro.

Saludos

4. 19 jun 2009, 18:57 | MaRiAnA

Wooow¡¡
Por un momento me has transportado a esa isla de horror y placer¡¡..

Absolutamente bien narrado Magnífico¡¡ Exitante¡¡ FELICIDADES¡¡
Bien hecho¡¡Saludos Bob..!!

5. 19 jun 2009, 22:30 | Gaby

Felicitaciones! Excelente narración!

Saludos

6. 22 jun 2009, 15:06 | Bob Rock

Gaby, Mariana gracias…me estais animando a escribir más…esperemos que a Joan no le importe publicar más escoria mental de Bob ;)

Un saludo

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