7500

El vuelo 7500 dirección Tokio parte con total normalidad desde Los Ángeles. Entre los pasajeros, se encuentran Brad (Ryan Kwanten) y Pia (Amy Smart), una pareja en crisis; Liz (Nicky Whelan) y Rick (Jerry Ferrara), una pareja que no está en crisis pero debería; Jacinta (Scout Taylor-Compton), una adolescente siniestra, y Jake (Alex Frost), un ladronzuelo. También, viaja en el avión Lance (Rick Kelly), un solitario y enigmático pasajero que lleva consigo una caja de madera que trata con especial cuidado. Un fallo en la presión de la cabina provoca un paro cardíaco en Lance. A partir de ahí, poco a poco, el ambiente en el avión se va oscureciendo hasta el punto de que nuestro grupo de pasajeros empiezan a creer lo increíble: que hay un espíritu diabólico viajando con ellos…

7500 supone un nuevo intento de coproducción japo-americana con Takashi Shimizu al frente, tras los remakes de los originales, también dirigidos por él, The Grudge (2004) y su secuela, dos años después. En esta ocasión, la historia no es suya, sino que se trata de un guión de Craig Rosenberg, quien también firma “The Quiet Ones” (John Pogue) o “The Uninvited” (The Guard Brothers). El resultado, lamentablemente, es bastante insatisfactorio. A pesar de aparecer como una producción de 2014, lleva casi dos años en stand by (la fecha de estreno prevista era el 31 de agosto de 2012). Hay quien dice que se ha ido postergando su estreno en busca de una fecha adecuada debido a las constantes catástrofes aéreas; hay quien lo achaca a la calidad de la cinta. La película, por cierto, tiene dos cortes, según IMDB; servidor ha visto la versión más breve, de 85 minutos. Tal vez, los diez minutos extras aporten más gore, o sustos más elaborados, o quizás algún discurso mejor trabado; en cualquier caso, si tuviera que apostar, diría que 7500 no salía de las estanterías de CBS Films porque no llega al mínimo.

Y el caso es que no empieza mal. Es cierto que, desde los primeros planos, un cierto aire impersonal, como a peli de encargo para un director con pretensión autorial, hace saltar las alarmas. Pero también es verdad que tampoco es una situación crítica: es decir, se cuentan a miles las películas cuya media hora inicial es rutinaria a más no poder. En ésta, paradojas de la vida, se puede incluso acabar sintiendo cierta simpatía por la insoportable pareja formada por Liz y Rick, o inquietud por el señor Lance y su caja de madera. Las dos azafatas y sus respectivas historias de amor están, desde el primer momento, muy alejadas de cualquier interés. Y a los quince minutos de reloj, con precisión de manual de guión, sucede el primer punto de giro: despresurización de la cabina. La escena, además, es bastante decente, y Shimizu sorprende con algún hallazgo visual.

Las esperanzas se disparan: quizá, cuando la película entre en faena, levante el vuelo…

Por un momento, nos encaminamos bien: Lance sufre un ataque al corazón, momento narrado con impacto y garra, y fallece. Las dos azafatas, ayudadas por algunos pasajeros, deciden llevar el cadáver a un lugar apartado de la aeronave… dando lugar a la escena más escalofriante de la función. No es un mal momento , pero una vez vista la película, da una buena medida de hasta qué punto “7500” está en territorio de nadie, en cuanto a terror y sobresaltos se refiere. Estamos en el minuto 30, y la película ya ha dado de sí todo lo posible.

Así, impávidos seremos testigos de cómo Shimizu juega con los tópicos del cine de terror que él mismo instauró –espíritus de piel pálida que habitan en cualquier recoveco– pero, a la vez –sea obra suya, del montador, de la productora, o quien sea el último responsable– se corta a la hora de enseñar no ya casquería, sino cualquier elemento mínimamente espeluznante. Además, lo que en Ju-On y The Grudge eran aciertos, el introducir el elemento aterrador en hábitats más cotidianos como un armario, cama o mesa, aquí se vuelve un poco ridículo (sí, el castrante montaje parece dar a entender, por ejemplo, que unas manos salen del compartimento superior de equipajes del avión y arrastran a uno de los personajes). Hasta en tres ocasiones veremos cómo una muerte termina con un plano de la vícitma gritando, sin que en ningún momento lleguemos a ver a su agresor ni de qué manera ataca. Y, a la hora de explicar qué sucede en el avión, nos encontramos con un personaje que resulta estar muy informado de la cultura oriental y lo averigua a la primera. Cuesta creer, desde luego, que entre todo el bagaje de una cultura milenaria como la japonesa alguien sea capaz de identificar una leyenda con tan pocos datos. Por otra parte, dicha explicación recuerda demasiado a “Ju-On”/”The Grudge”, como si Craig Rosenberg fuera un fan de Shimizu y le hubiera intentado confeccionar un guión a su medida.

El guión de Rosenberg parece querer volcarse más en el drama humano pero, aquí, definitivamente no tiene nada que hacer. Los minutos iniciales que dedica a dibujar a sus personajes no están mal, pero de ahí a que sean una base sólida en la que cimentar una historia de terror “humana”, hay un trecho. Así que, a estas alguras, como espectadores lo que queremos es pasar miedo. Así de sencillo.

Como decimos, el terror y el suspense brillan por su ausencia en casi todo el metraje. Las escenas bordean el ridículo, y las explicaciones no son ni buenas ni suficientes. Pero, aún así, el final está ahí para dar un último golpe de efecto… en el ánimo del espectador. A estas alturas, debería estar prohibido por ley volver a hacer una película cuyo giro final sea éste. En serio. Basta ya.

Varios compañeros de Almas me advirtieron de que no dedicase tiempo a esta película. Pero quise probar. No soy un paladar exquisito, puedo disfrutar con multitud de propuestas, algunas bastante vergonzantes. Así que lo intenté. Creo que 7500 no vale la pena. Encontrarás más sobresaltos en uno de los cuentos para adolescentes de R. L. Stine; y si buscas una historia de redención ante un inminente destino fatal, me juego el cuello a que Spielberg ya lo ha hecho antes, varias veces, y mucho mejor.