Ravenous

Comenté, durante la pasada edición del Festival de Sitges, lo presente que volvía a estar el western en el cine de género. Cada vez son más las cintas que, o bien se disfrazaban del oeste o que, bajo su capa superficial, esconden una de vaqueros… Pero hubo una época en que esto no era así; una época en la que, excepto el cine de Carpenter o de Walter Hill, era imposible ver cowboys (o algo parecido) en una cinta de género… y no digamos que una historia de terror o fantasía transcurriera en la América del far west ( sólo resuerdo, a vuelapluma, “The valley of Gwangi”). Tampoco es que la película que hoy nos ocupa sea un western en el sentido estricto de la palabra… nada de eso; pero si hay que buscarle un punto de origen a esta rara joya y a esta reseña, que mejor que el de este género que no deja de reinventarse para seguir sorprendiendo a propios y extraños.

Un acto cobarde por parte del soldado John Boyd (Guy Pearce), esconderse entre los cadáveres de sus compañeros, se transforma en una reconquista heroica cuando ingiere, accidentalmente, sangre de un muerto y encuentra el valor que le faltaba. Como recompensa es ascendido a capitán pero, conscientes sus jefes de que la proeza es fruto de la casualidad, es destinado a un remoto fuerte junto con otros perdedores. En lo más crudo del invierno, cuando el tedio y el desinterés domina la estación, la llegada de un desconocido (Robert Carlyne) dará un sangriento giro a sus vidas. La terrible historia que cuenta merece ser investigada…

Todo en Ravenous es sorprendente: desde su localización inicial (en la guerra de independencia mexicana) a la textura de su imagen, que recuerda a un telefilm; desde su estrambótico guión, que anida varias historias, a su extraña, por lo singular, banda sonora que firma Michael Nyman… Cuando uno se enfrenta a esta cinta por primera vez, lo que recibe le impacta porque es extrañísima, cambiante y sobre todo fresca. La interpretación que hace la trama del mito de Wendigo (una suerte de vampiro-demonio de la cultura amerindia) y la articulación del canibalismo dentro del argumento, al igual que su abundancia de gore y escenas escabrosas, la alejan del resto de títulos del género de su época (entiéndase que nos referimos al cine comercial de grandes estudios). Ravenous arriesga en casi todo y en casi todo sale airosa.

Guy Pearce muestra la solvencia de siempre a la hora de abordar su papel: su personaje es un cobarde que se asusta primero del dolor y la muerte para después, en el transcurso de la trama, asustarse por las pulsiones que se despiertan en su nueva naturaleza. Robert Carlyle, es algo menos convincente: pero es que su papel es más difícil de abordar sin llevarlo a los excesos; aún así está brillante. Pero, entre esta singular y ambigua lucha del bien y mal, de la contención y el exceso, hay toda una serie de personajes que brillan con luz propia gracias a unos diálogos, cargados de humor negro, que les dibujan con elegancia y gracias, también, a un plantel de actores (entre los que destacan Jeffrey Jones, Neal McDonough y David Arquette) que están tan afinados que casi logran tener tanta entidad como los personajes principales.

En la dirección se encuentra Antonia Bird que había trabajado con Carlyne en varias ocasiones (destacar el excelente drama drama gay, lo de gay es una etiqueta que espero no aleje a nadie de ver buen cine, “Priest”). Bird, poco a poco, va arriesgando en planos y escenas y pasando de una narración clásica a otra más arriesgada y sofisticada conforme la espiral del sumidero de locura, en el que cae la trama, se va condensando.

Puede que por la crudeza de algunas de sus imágenes, por tratar el tema del canibalismo (que en muchos países es un tabú), por lo fronterizo de su propuesta (no se sabe si es terror, o un western, o una comedia muy muy negra), o por lo cambiante de su narración, lo cierto es que este título pasó sin pena ni gloria y hoy por hoy es una gran desconocida para muchos amantes del género. Un error, ya que Ravenous es un filme sobresaliente, escalofriante y a ratos poético, que habla, en clave de metáfora, de los peligros del poder. Lo dicho… una joya.