El otro lado de la puerta

Cuando hace unos meses me enteré de la —por aquel entonces— futura existencia de El otro lado de la puerta la verdad es que se me antojó muchísimo. Y más lo iba haciendo a medida que iba apareciendo material promocional en la red. Por suerte me negué a ver el tráiler, porque uno ya sabe cómo funcionan estas cosas. El problema llegó con las primeras opiniones. Absolutamente desalentadoras. Un servidor, que además es fácil de convencer, y mis ganas, nos vinimos abajo. Al final resulta que internet casi me hizo un favor.

Mi medidor del hype alcanzó tantos picos distintos previos al visionado que la verdad es que ya no sé hasta qué punto fui condicionado o no. Para bien o para mal. La cuestión es que allí estaba yo, en una sala de cine abarrotada de adolescentes chillonas, duros novios de gorra dada la vuelta y mucha luz de móvil. Y pese a todo… disfrutando de la peli que tanto se me había antojado.

Por qué, al fin y al cabo, estaba claro que esta era una peli de antojo. Lo que a mí me gusta llamar “terror cinesa”. Que todos lo hemos visto mil veces, pero nunca dejamos de disfrutar. Por mucho que a veces nos pese. Un placer culpable exento de culpa.

Pese a su exótico punto de mira, El otro lado de la puerta no deja de ser una película de fantasmas y maldiciones familiares envuelta en una fantasía hinduista que la hace mucho más atractiva. Y que, pese a que ese regusto a refrito siga ahí, le aporta una frescura que invita a ser algo menos severos a la hora de buscarle más pies de los que tiene.

El esquema es simple. Drama familiar se convierte en aleccionadora pesadilla. El tema es que estamos cansados de que el primero de los elementos no tenga el peso necesario como para no sentirse mero relleno. En este caso, tras una incursión del momento de terror inicial (bastante gratuito, por cierto) necesario para enganchar al populacho, el drama entra en escena y se toma su tiempo (Y su espacio) para agarrar la suficiente fuerza como para que la cosa funcione. Y está claro que no hay drama en la peli para alimentar a todo el circuito indie-undergorund, pero a mi sí me pareció algo más sólido que de costumbre, al menos para lo que esta clase de títulos nos tienen acostumbrados.

Al buen funcionamiento de esto ayuda que las interpretaciones estén a la altura. Con una Sarah Wayne en el papel de madre desquicio que consigue salvar un papel que tal vez en manos de otra hubiese sido desquiciante y excesivo de tolerar. Amén de que, bien por guion o bien por acting, su personaje crece en verisimilitud a medida que avanza la trama. Cierto es que no ser seguidor de The Walking Dead tal vez ha hecho que pueda encarar su interpretación de forma más neutra, pues de más de una fuente me ha llegado que su personaje en la serie no cae especialmente bien. Pero ahí ya no entro.

Por supuesto, como en todo terror de nicho familiar, la cosa se mueve a partir del clásico niño —niña en este caso— con inquietante sobredosis de inocencia. Suelen ser repelentes. Ya sabíamos a lo que veníamos. Pero en este caso, un poco por este peso del drama previo, un poco por que a veces la exageración crea un vínculo extraño, esta niña contenedor de frustraciones y transportadora de terrores no termina siendo especialmente odiosa (Y mira que el doblaje se empeña en que la odiemos. Creedme que se esfuerza). Al final tenemos un tándem resultón, con padre florero e interna india aleccionadoramente malrollera capaces de llenar trama familiar suficiente como para que la hora y media no se resienta.

De hecho, al contrario. Pues al final (literalmente) uno de los fallos más llamativos de El otro lado de la puerta es su ritmo irregular. Funcione o no, cierto es que se toma demasiado tiempo en desarrollar el drama para luego volcar de golpe la mayoría del cubo de terror en un tramo final que se atropella cada vez más a medida que avanza. Al final la balanza no sabe muy bien hacia qué lado caer. ¿Vale la pena reducir el desarrollo de la base principal para poder dosificar mejor en el tiempo los golpes de terror? Tal vez la solución hubiese sido añadir minutaje en su tramo final, pero no estoy especialmente seguro que eso hubiese ayudado a mantener el interés del espectador más casual a la que principalmente va dirigida.

Por suerte, y pese al archienemigo abuso de sobresaltos por sonido o falsos sustos que cada vez huelen más ridículo, estos golpes de terror más puros si funcionan. Y es que además de una buena construcción de momentos de tensión, de mayor o menor intensidad, los momentos de terror más visual son especialmente dignos. Porque, como ya he dicho, la exótica envoltura permite un espectro visual que no huele tanto a refrito como clama la costumbre. Tanto por permitir la introducción de varios elementos y personajes distintos, como por el uso de los mismos. Pues para empezar, no hay un abuso de la imagen generada por ordenador a la hora de crear maquillajes que funcionan mucho mejor en vivo y en directo. Y de nuevo aquí entra en escena uno de los grandes descubrimientos del terror de nuestra época: Javier Botet; que crea personaje a partir de un contexto muy suyo, y tan aterrador como de costumbre. Hacerlo esta vez tangible lo hace mucho más aterrador de lo que, por ejemplo, le hicieron en Mama. Desde luego recordaré más momentos de este lado de la puerta que de la fallida adaptación del maravilloso corto.

Al final, lo que me queda es la sensación de que, oye, yo venía a ver una peli de antojo y disfrute, y disfrutarla la disfruté. Poco más le pido a esta clase de terrores, que muchas veces no llegan a algo tan básico como esto. Tal vez soy yo que soy algo flojo (llámale entusiasta), pero al final salgo ganando. Lo bueno es, en este caso, que el producto no pretendía engañar a nadie, o sea que al menos eso, no se le puede reprochar.