El mal que hacen los hombres

¿Qué hace un director catalán como Ramon Térmens sacando a flote, en los tiempos que corren, un violento thriller de aires fronterizos, ecos de narcocorrido y sabor tex-mex que perfectamente podría definirse —salvando las distancias— como una mezcla entre los Reservoir Dogs de Tarantino y las primeras películas de su coleguita Robert Rodríguez? Pues ni lo sé… ni en realidad me importa demasiado. La pregunta era una excusa tan buena como cualquier otra para dar inicio a la reseña de El mal que hacen los hombres —The Evil That Men Do en su título original—, una película que vuelve a incidir en la eterna pregunta de hasta dónde puede llegar la vileza, el mal y la crueldad del hombre. ¿Dónde está el límite? Si es que existe algún límite…

Un sicario y un médico que trabajan para un cártel del narcotráfico reciben un “paquete” inusual: una niña de 10 años, hija del jefe de una banda rival, a quien tendrán que custodiar hasta que reciban la orden de cortarla en pedazos o dejarla en libertad. La niña pronto se dará cuenta de que su única posibilidad de sobrevivir será llegar a las profundidades de la psique de sus captores y averiguar si les queda alguna pizca de humanidad.

Así es, parapetada bajo una trama sencillita, sin demasiado recovecos, y unos personajes arquetípicos hasta la saciedad —sabes cómo va a reaccionar cada uno de ellos desde el mismo instante en que asoman su careto por la pantalla— El mal que hacen los hombres esconde el enésimo estudio sobre el mal innato en el ser humano. La apuesta no esconde grandes secretos… Tres tipos desalmados, asesinos, sin aprecio alguno por la vida de sus semejantes, se enfrentan, cara a cara, ante un dilema moral y vital inesperado: mantener su status quo a costa de torturar, desemembrar y asesinar a una inocente cría de 10 años. Desde el momento en el que la niña en cuestión entra en escena, un acto final de extrema redención se palpa en el ambiente.

De esta manera el guión de Daniel Faraldo —uno de los protagonistas de la película— recorre el camino que se le presupone de antemano sin que quede apenas lugar para la improvisación o la originalidad de ningún tipo. Ocurre justamente lo que tiene que ocurrir… sin más. Afortunadamente, a pesar de tratarse de una propuesta predecible a prácticamente todos los niveles, Térmens acierta a la hora de dotar a su película de un buen ritmo —resulta muy complicado llegar a aburrirse con El mal que hacen los hombres— y, sobre todo, al ceñirse a una duración que se sitúa por debajo de los 90 minutos reglamentarios. La historia no da para más… Térmens lo sabe y se ajusta a lo que tiene, sin intentar estirarla más de lo necesario.

Además, el director catalán también está sembrado a la hora de tener siempre presente de que, por más que El mal que hacen los hombres orbite alrededor de los límites que puedan atribuirse a la maldad humana y cómo ésta puede ser destronada en determinadas situaciones, el espectador sigue viendo una película de género que tiene la violencia como uno de sus principales reclamos. En otras palabras… se hace necesario un puñetazo en el estómago, y El mal que hacen los hombres acaba propinándolo en un violento y sangriento tramo final, con un delicioso puntito de homenaje, que sabrán disfrutar los amantes del cine de terror.

Puede que El mal que hacen los hombres no sea una gran película —que no lo es—; es previsible, esquemática, carece de originalidad y en ocasiones se queda corta respecto a sus ambiciosas intenciones; pero también es un thriller con un planteamiento dramático y moral válido (por reiterativo que resulte), apoyado en la labor de unos actores que cumplen con su cometido, una buena banda sonora, una correctísima puesta en escena y una historia lineal que se desarrolla de una manera ágil y sin grandes tropiezos. Vale la pena darle una oportunidad.