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La Tumba de la Isla Maldita

La dieta mediterránea

La Tumba de la Isla Maldita

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DIVERSIÓN:
TERROR:
ORIGINALIDAD:
GORE:
  • 2.5/5

Una isla turca alberga la tumba de la verdadera Reina de los Condenados. ¿Despertará para teñir de rojo la luna o lo hará para sustituir, a bordo de una patera, la tibieza de las yugulares por la frialdad de la teta europea?

Conocida por una larga ristra de títulos –“Young Hannah, Queen of the Vampires”, “Hannah, Queen of the Vampires”, “Crypt of the Living Dead”, “La Tumba Maldita”–, pocos saben del origen español de “La Tumba de la Isla Maldita” debido al juego de sus distribuidores norteamericanos, los cuales forzaron al actor Ray Danton (“El día más largo”, “La ley del hampa”) para añadir escenas al trabajo del director de segunda Julio Salvador, fallecido poco después del estreno de esta su última obra, y así hacerse con la aparente autoría del film. ¿Cuál es el material original y cual el de relleno? Resulta difícil determinarlo, lo que supone un atino estilístico, pero también es cierto que la película goza de fuertes picos de tedio probablemente debido a un metraje pensado originalmente para poco más de sesenta minutos. Al fin y al cabo, la historia del propio Salvador no da para mucho, plagada además de diálogos tontorrones. De hecho, tras permanecer en el anonimato, esta película ha vuelto a la vida, como su vampírica protagonista, gracias a recientes ediciones en formato doméstico. Creo haber disfrutado de una versión doblada completa –sé que existe una versión uncut aunque sus especificaciones técnicas indican una duración menor a la que yo he podido ver–, claro que es una cuestión intrascendente: “La Tumba de la Isla Maldita” se podría comprimir en cincuenta minutos y nadie saldría herido.

Tenemos a un joven bigotudo, Chris Bolton, que viaja desde Nueva York a una isla turca perdida para recuperar el cadáver de su padre, antropólogo decapitado en extrañas circunstancias. Al llegar a la pobre región mediterránea pronto descubre un agobiante clima de terror que domina a sus incultos habitantes, pescadores en su mayoría, firmes creyentes de la leyenda que ubica el cuerpo de Hannah, una princesa vampira, en su pequeña isla. Precisamente la cripta de la reina de los vampiros, allí reposa el cuerpo incorrupto de la misteriosa Hannah, es donde se encontró el cadáver del doctor Bolton sénior. Su hijo, decidido a revelar la estupidez de los locales, quiere exhumar los restos de la vampira, lo que se revela como un grave error cuando la misma despierta y procede a saciar una larga sed acumulada durante siete siglos. Chris unirá fuerzas a un pescador ciego y a un atormentado escritor norteamericano que reside en la isla con su hermana, una profesora que pronto conquistará el corazón del neoyorkino.

Como podéis observar, estamos ante una historia que podría pertenecer a cualquiera de los bolsilibros de a duro publicados durante los setenta en España –eco ibérico de los pulp norteamericanos de principios de siglo XX–. Detalles de trazo grueso y personajes definidos a través de arquetipos de sobra conocidos, de tal modo que eliminamos una buena dosis de esfuerzo en la redacción del guión. A su vez, todo exuda el conocido sabor del cine europeo de terror que se cocía a principios de los setenta, afortunadamente superando la situación dictatorial que todavía sufrían nuestros padres en la piel de toro. Vamos, una obra muy de su época, para bien y para mal.
Cocida como una evolución de los terrores góticos de la Hammer, “La Tumba de la Isla Maldita” presenta vampiras de aspecto élfico contrastando con la inspiración racional de su protagonista, que pronto se ve superado por la superstición, teniendo que acudir a estacas, flor de ajo y, ¡ojo!, cáñamo. No es mala opción, me cuesta imaginar a un chupasangre atacando a Bob Marley sin sufrir un fuerte ataque de hilaridad.

El entorno, paupérrimo como los medios de los que hace gala la producción, es uno de los platos fuertes de la función gracias a una fotografía inusualmente viva a la luz del día y jodidamente oscura por la noche, por aquello de ocultar la pobreza de unos efectos especiales que casi no merecen ese nombre. De tal forma, el resultado visual goza de una atmosfera nada desdeñable, pero este escenario, abonado para el terror más clásico, no es aprovechado hasta casi el tramo final, cuando Hannah ya ha recuperado fuerzas y procede a alimentarse de sus súbditos transformada en niebla verde o lobo, según convenga. Es durante estas últimas escenas, rubricadas por una banda sonora de tintes fantásticos, donde la película alcanza su punto álgido, comandado por una Hannah –vaya nombrecito para una reina turca– especialmente evanescente y sugerente. Teresa Gimpera, su intérprete, oferta una mirada preñada de melancolía, desprecio y lujuria, siempre a niveles familiares, para apoderarse de la pantalla sin una sola palabra. De acuerdo que su estampa ha envejecido de malas formas, pero igual que un cuadro de Vlad el Empalador sigue transmitiendo oscuras vibraciones a día de hoy, Hannah se convierte en un icono vaporoso que bien podría ocupar el sueño húmedo de cualquier adolescente.

Una vez violada la inocencia, ya no es tan fiero el vampiro como nos lo pintan. Por ejemplo la edición de “La Tumba de la Isla Maldita” es una cosa demencial, una demostración que ni directores adicionales ni la resurrección de raíces góticas puede salvar una película de tan bajo presupuesto. Curiosamente, algunos encuadres si poseen esa plasticidad expresionista tan europea de la época. Más por casualidad que por méritos propios, la confusión adueñándose de los últimos minutos de la cinta –por ejemplo durante el esperpéntico juicio sumario a Hannah– concede una patina onírica que, no lo neguemos, confirma la inutilidad de su equipo artístico.
No tanto del interpretativo, el cual salva las castañas del fuego más allá de la Gimpera. Se lleva el gato al agua un exageradísimo Mark Damon, ejerciendo de escritor seducido por los cantos de sirena. Unos ojos obsesivos hablan de noches de alcohol en Turquía, donde se rodó de hecho la película, pero esa es la magia del cine antes de la era de las salas comerciales: la genialidad estaba a un paso de la locura, y los encendidos soliloquios de Damon suponen un refrescante insulto al método Stanislavski. Al respecto de su personaje sólo comentar lo mal aprovechado que está, desde el primer minuto sabemos de su adoración hacia Hannah debido a unos fotogramas que uno quiere creer como accidentales. De tal manera, los siervos de la vampira, pues tiene seguidores humanos, pierden cualquier atisbo de peligrosidad… ¿un hombre salvaje? ¡No me jodas!
Al lado de Damon pero no menos importantes, Andrew Pine, como aguerrido neoyorkino, y Patty Shepard (“El Monte de las Brujas”, “y si no, nos enfadamos”), como la damisela en apuros. A pesar de portar sobre sus hombros un mayor peso argumental, demuestran no estar tanto a la altura si no es por seguir al dedillo el recetario de actuaciones alienadas y distantes que hicieron del terror una cosita muy alucinógena tras los desmanes de Estados Unidos en Vietnam.

En definitiva, una obra menor sobre vampirismo que no pasa el test del tiempo por ninguna de sus facetas. Sí demuestra un hacer que se ha perdido, el del artesano criado con la literatura pulp, y unas características estéticas entrañables. Esas que recuerdan a los veranos de muchos españoles junto a la costa mediterránea, donde el bochorno nocturno hacía presagiar el ataque de seductoras vampiresas envueltas en un traje tan blanco como lánguido. Un cliché romántico que no tiene cabida en el imaginario adolescente actual. Es decir, “La Tumba de la Isla Maldita” es bastante mala, lastrada a veces por un ritmo y un vacío narrativo que rozan lo absurdo, pero también goza del encanto genuino de un tiempo pasado, quién sabe si mejor.

¿Volverán las noches de los colmillos largos?

Lo mejor: Un alucinado Mark Damon y una evanescente Teresa Gimpera.

Lo peor: Los años le pesan como la losa de una cripta.


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