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Donde las mujeres se reencarnan en serpientes

Breve historia del manga de terror

Nota: El presente texto fue originalmente publicado en Revista Cthulhu: 17 Historias de Terror Oriental, en diciembre de 2016.

Mentalidad mágico-religiosa

Sintoísmo y budismo han moldeado la mentalidad mágico-religiosa japonesa durante siglos. Si bien a veces diríase que enfrentados, ambos han terminado complementándose desde la diferencia: mientras que el primero mira a la vida, el segundo se proyecta hacia la muerte.

El sintoísmo es una religión animista que profesa el convencimiento de que todos los objetos y seres poseen un espíritu propio, el kami. Es a un tiempo una veneración y una celebración de la vida, y establece un fuerte vínculo entre el hombre y la naturaleza, a la que rinde pleitesía. El sintoísmo rechaza la idea de un universo antropocéntrico así como la creencia en el más allá. Asume que la naturaleza actúa con imparcialidad y que el bien y el mal se definen en la medida en que los acontencimientos nos perjudican o nos benefician. Cree en un mundo sobrenatural, el de los kami, que coexiste con el nuestro, y que ambos están separados por un finísimo velo. Cuando este se rasga, lo fantástico, y también lo aterrador, penetra en nuestro mundo con consecuencias imprevisibles.

El budismo niega la realidad que el sintoísmo celebra. Establece que el mundo es pura ilusión y la vida sufrimiento inabarcable. Predica la renuncia estoica a las aspiraciones materiales y carnales como vía hacia la liberación última en el seno de una existencia ultraterrena. Introduce el concepto de culpa, así como el infierno como espacio de horror y castigo para los impuros. En el budismo se reconocen conceptos clave del terror nipón como el castigo, la culpa y la impureza, ligados al ciclo kármico, la impermanencia y la venganza de origen sobrenatural.

El hecho de que tanto el sintoísmo como el budismo manejen ciertos niveles de ambigüedad con respecto a las reglas del universo, imposibilita su conocimiento y dificulta la identificación de aquello que es “bueno” y lo que es “malo”; es decir, hay un punto de bondad y otro de maldad en todo lo que existe.

No es difícil constatar que, tanto la cosmovisión del sintoísmo como la del budismo, vienen configurando desde tiempos inmemoriales la iconografía, los tópicos y las leyes que rigen el género fantástico.

Poniendo los cimientos

En el panorama del manga de posguerra, el terror vive arrinconado en el mercado menor de los kashihon, los libros de alquiler. Muchos mangaka ilustres se curten en él antes de alcanzar la fama, y no pocos de ellos abordan en algún momento el género: Shin´ichi Koga, Shinji Hama, Goseki Kojima, Shigeru Mizuki…

La situación cambiará radicalmente con la publicación de Ge ge no Kitaro (Kitaro) en 1967, que marca un hito en el devenir del medio. Shigeru Mizuki había publicado sin demasiado éxito una versión anterior en formato kashihon, continuada después en la revista Garo. La historia es de sobra conocida: Kitaro es el último descendiente de una familia de fantasmas, un niño con poderes sobrenaturales que nace del vientre de su madre fallecida y al que acompaña su padre, reencarnado en un globo ocular bípedo. La estructura episódica de la serie es sencilla y devendrá modélica: en cada capítulo, Kitaro, un paria que vive en la pobreza absoluta, combate a un determinado yokai. Mizuki, profundo conocedor del folclore autóctono, toma como referencia la estampas sobrenaturales de la pintura clásica japonesa para desplegar un colorido catálogo de seres extraordinarios a los que retrata minuciosamente.

El éxito será arrollador y las imitaciones no tardarán (Tezuka con Dororo; Yokai ningen Bem, de Ken Tanaka; Kaibutsu kun, de Fujiko-Fujio; Dororon Enma kun, de Nagai e Ishikawa; Jigoku kun, de Murotani Tsunezo…). Sin duda el gran mérito de Mizuki radica en haber recuperado para la cultura popular el rico acervo fantástico nipón, expulsado del sistema educativo por las rigurosas reformas del periodo Meiji. Hay un segundo matiz fundamental: mientras que en épocas pretéritas los yokai encarnaban valores negativos: enfermedades, desastres naturales, guerras… En Kitaro son retratados desde una perspectiva más afable y cariñosa, hasta el punto de que podría hablarse de un proceso de domesticación. Gracias a Mizuki, los yokai quedan ligados al pacifismo y la añoranza de un pasado mágico que se contempla con nostalgia.

El otro responsable de la consolidación del manga de terror es Kazuo Umezu. Comienza en los cincuenta dibujando shojo y, atraído por el gekiga, se inicia en el género la década siguiente con Hebi shojo (Reptilia) y Nekome kozo (Cat-eyed boy). Su variedad de registros es notable: tan pronto encara el relato gótico de raigambre europea como las viejas historias de kaidan, la ciencia ficción, las distopías postapocalípticas, el kaiju o el cuento medieval. Destaca en su obra el protagonismo de los niños, así como la crueldad y la violencia que los adultos ejercen sobre ellos. La demencia infantil es una constante en sus trabajos: crisis nerviosas, desdoblamientos de personalidad, alucinaciones, internamientos psiquiátricos…

El estilo gráfico de Umezu es sucio y poco sofisticado pero impactante, en tanto que juega con grandes volúmenes negros para conseguir efectos demoledores. Narrador frenético y apasionado, es maestro en forzar situaciones límites y resolverlas con giros inesperados. Teje atmósferas opresivas y genera tensión con una economía pasmosa; alterna historias aterradoras sin derramar una sola gota de sangre con otras atravesadas por la violencia más extrema y delirante, robustecidas con fuertes dosis de surrealismo. La obra de Umezu es una glorificación de la infancia y se sintetiza así: una pesadilla contada por un niño dotado de la crueldad de un adulto. Probablemente el más moderno y diverso de los mangaka que han cultivado el género.

El gekiga y sus consecuencias

A finales de los cincuenta Yoshihiro Tatsumi encabeza la revolución del gekiga. Frente a un manga de corte infantil, el gekiga aborda con encono el realismo sucio; frente a la ortodoxia narrativa, se enriquece con técnicas cinematográficas. Emplea largas secuencias mudas para canalizar la tensión, a imitación del cine de suspense y el noir, y rompe la linealidad narrativa para forzar situaciones irreales, sometidas a las emociones. En su afán por violar los límites, el gekiga desembocará en crueles historias pulp sobre personajes siniestros, teñidas de violencia y erotismo; elementos a la postre decisivos para renovar el género de terror.

Numerosos autores toman nota del nuevo movimiento que sacude los cimientos de la industria. Lo hará Mizuki, que alternará el terror con obras históricas y autobiográficas. Lo hará Tezuka, que se adentra en su “etapa oscura”: abandona el maniqueísmo moral y se imbuye del espíritu de autores como Kafka o Poe para componer relatos sobre individuos dominados por fuertes pasiones, en los que la frontera entre el bien y el mal se difumina; todo ello aderezado con oscuras fantasías, sexo y violencia descarnada.

El gekiga encontrará su hábitat en la revista Garo , cuna de autores fundamentales. Tal es el caso de Yoshiharu Tsuge, padre del manga underground. Su Nejishiki, publicada en 1968, supone un hito en la madurez del manga. En ella, el autor elabora un relato jalonado de imágenes oníricas, situaciones absurdas y personajes sombríos, impregnado de una atmósfera enrarecida. Aunque difícilmente puede considerarse a Tsuge un autor de terror, mangakas como Kazuichi Hanawa o Hideshi Hino han reconocido su influencia, en la medida en que el universo de Tsuge se rige por normas que rechazan el racionalismo, acunan lo fantástico y abren la puerta a realidades incomprensibles a la vez que aterradoras; historias conducidas por un impulso visual lírico, deshumanizado y cruel. Terror, al fin y al cabo.

El shojo y los bastardos del gekiga

Es sabido que el shojo moderno nace de la portentosa imaginación de Osamu Tezuka y que las mujeres que lo dibujan en la posguerra son una excepción. Muchos autores echan los dientes en el manga para chicas antes de triunfar en el shonen; tal es el caso de Shin´ichi Koga, Shinji Hama, Sasayama Shigeru o Kazuo Umezu, que se especializan en historias de terror para revistas femeninas. Pueden rescatarse, no obstante, algunas autoras que por entonces recorren la senda del fantástico: Masako Watanabe, Chikae Ide, Misao Mochizuki o Ruri Asaoka. La innata querencia del shojo por la fantasía, el exotismo, las pasiones exacerbadas y la ambientación de época, facilita el desarrollo de un terror de índole gótica. Umezu es pionero en desarrollar la vertiente psicológoca del miedo à la Hitchcock a través sus heroínas. A la larga, esta tendencia hacia la introspección caracterizará al shojo frente al manga para chicos.

Gracias a la prodigiosa irrupción del Grupo del 24 en los setenta, las autoras se hacen al fin con las riendas del shojo. Moto Hagio, la gran estrella del 24, publica esa misma década Poe no ichizoku, que si bien no puede considerarse terror, emplea elementos que le son propios, como la presencia de lo sobrenatural y el goticismo. Tres años más tarde aparece Deimosu no hanayome (Bride of Deimos), de Yuho Ashibe y Etsuko Ikeda, una sólida incursión en el género, que bebe en abundancia del cristianimo y la mitología grecolatina. Autoras de dedicación más exclusiva serán Chikako Kikukawa y Ryoko Yamagishi, esta última integrante también del 24. El terror conocerá su apogeo las dos décadas siguientes. Por un lado, las editoriales Rippu Shobo y Hibari Shobo lanzan una serie de novelas gráficas dirigidas al sector femenino, en las que publican, entre otros, Hideshi Hino, Shin´ichi Koga, Shinji Hama y Kouji Sugito; por otro, proliferan las revistas dedicadas al género como Halloween o Susperia, que acogen en sus páginas nombres como Kanako Inuki, la “reina del manga de terror”, o un incipiente Junji Ito. Con valor puramente testimonial, se enumeran a continuación algunos autores, en su mayoría mujeres, que contribuyeron desde la óptica del shojo al desarrollo del género durante aquellas décadas: Matsuri Akino, Masako Tanaka, Youko Kosakabe, Yukiko Mori, Riho Sachimi, Shigeko Komuro, Mariko Shimanime, Minoru Kuroda, Akemi Matsuzaki, Udou Shihara… De entre la vasta producción posterior, algunos títulos han gozado de cierta fama en occidente, caso de Vanpaia Miyu (Princess Miyu) o Pettoshoppu obu horazu (Pet shop of horrors). Con todo, es de lamentar que aún no se haya estudiado con atención esta vertiente tan poco documentada del manga de terror.

En cuanto al gekiga, constatar que algunos de sus contenidos claves se desprenden del valor semántico original y terminan depravándose: el sexo y la violencia, otrora elementos subversivos de primer nivel, campan en el nuevo manga sin brida ni freno, y pronto hallarán nicho en el terror y géneros afines desde una perspectiva exploit.

Abordemos ahora la figura gigantesca de Go Nagai. Debuta en los sesenta con Harenchi gakuen, una comedia erótica pionera que le procura el éxito y el escándalo a partes iguales. En paralelo a la creación de su franquicia más célebre, Mazinger Z, vira a principios de la década siguiente hacia el terror; alterna el formato corto en títulos como Oni con una trilogía de largo recorrido que a la postre será fundamental: Mao Dante, Devilman y Violence Jack.

Mientras en la primera se advierten aún los vicios del género mecha, en la segunda el autor engorda la trama, perfila los personajes y consigue una obra que se identificada mejor con los cánones del género; Mao vendría a ser un ensayo de Devilman. La influencia, conceptual y estética, de la Divina Comedia y de los grabados de Doré es palpable en ambos títulos. Nagai trenza con solvencia la fantaciencia y el terror, y en esta peculiar mescolanza se anticipan las derivaciones genéricas que eclosionarán a partir de los ochenta: Baoh, 3×3 Eyes, Genocyber o la seminal Kujakuou, de Makoto Ogino, que triunfa gracias a su vigorosa mezcla de acción, terror y esoterismo. Por su parte, Violence Jack, continuación encubierta de Devilman, es harina de otro costal. Cae del lado del género postapocalíptico, perfectamente integrado en el imaginario de un pueblo que lleva siglos conviviendo con las catástrofes naturales, y descarta el terror en favor de la violencia nihilista y el erotismo cosificador, muy del gusto exploit de la época. Un fuerte nexo, empero, existe entre las tres obras: su autor afirma, por contradictorio que parezca, que son profundamente antibélicas, en la medida en que advierten con detallada crudeza sobre los estragos de la guerra. Con Nagai, el manga de orientación popular incorpora la violencia explícita y el erotismo entre sus registros y abre brecha, a golpe de machete, a ese nuevo terror salvaje que Hideshi Hino o Toshio Maeda abanderarán la década siguiente. Nagai seguirá cultivando el género a lo largo su carrera desde perspectivas cambiantes, más sobrias y autóctonas, pero ya no alcanzará la popularidad de su trilogía infernal.

Mencionemos brevemente a Ken Ishikawa, protegido de Nagai, que bajo su aliento y supervisión desarrolla una carrera que puede entenderse como una prolongación de la de su mentor, aunque lo cierto es que Ishikawa exhibe una mayor depuración técnica. Destaquemos, en el terror fronterizo, Seimaden, Manju sensen y Neo devilman.

Otro autor relevante del periodo es Shin´ichi Koga, cuya trayectoria corre en paralelo a la de Umezu: ambos se inician en el shojo, cultivan el terror y conocen el éxito en los setenta; Umezu con Hyouryuu kyoushitsu (Aula a la deriva) y Koga con Eko Eko Azarak. Dicha serie está protagonizada por una misteriosa adolescente con conocimientos de magia negra que acarrea la desgracia a aquellos que solicitan su ayuda. Casi en paralelo, el dúo Fujiko-Fujio desarrolla otra serie de tématica similar en clave cómica titulada Mataro ga kuru!! Eko Eko Azarak se hace eco del interés por el satanismo y las ciencias ocultas que en los setenta ganaba adeptos a marchas forzadas. En su despliegue de violencia y tensión sexual despiadada, harmoniza con el cine de explotación que por entonces rompe moldes urbi et orbi. Koga recrea situaciones grotescas mediante asfixiantes masas de negro que parecen aplastar el espacio; recurre a escenas mudas, de tempo pausado, casi agónico, que recuerdan al estilo de Umezu. Eko Eko Azarak puede leerse en clave enciclopédica, como un catálogo de creencias, encantamientos, objetos mágicos, iconografía y crónicas sobre el ocultismo de la vieja Europa. El autor, un connoisseur de lo esotérico, jalona su obra con innumerables referencias, para deleite del lector avizor: pictóricas (Goya, el Bosco, Blake), cinematográficas (El golem, Los demonios, Madre Juana de los ángeles) o históricas, como la ejecución de Juana de Arco, las torturas de la Inquisición o la figura insalvable de Anton Lavey.

Si bien desde perspectivas diferentes, tanto Koga como Nagai incorporan en sus respectivas obras conceptos importados del cristianismo, tendencia que será frecuente a partir de la década siguiente. El motivo es poco conocido: los japoneses convertidos al cristianismo en el siglo XV se refugiaron en catacumbas cuando comenzaron las persecuciones y permanecieron refugiados hasta que la prohibición fue levantada, dos siglos más tarde. Durante este periodo se adjudicó al cristianismo la naturaleza de culto secreto, y quedó irremediablemente asociado a las artes mágicas y el ocultismo. Así pues, la proliferación de símbolos cristianos en el manga responde la mayoría de las veces al deseo de incorporar elementos exóticos y esotéricos.

A título individual destacaremos Oniyan, de Aoyagi Yusuke, en la que un demonio infiltrado en un instituto recluta almas para conquistar el mundo, y Ashura, de George Akiyama, que provocó un gran escándalo y sufrió rechazo por su contenido. La historia tiene lugar en un impreciso medievo japonés en el que la hambruna hace estragos. El relato comienza con una impactante escena de canibalismo: Ashura es el neonato de una campesina que, en el paroxismo del sufrimiento, arroja a su propio hijo al fuego para devorar su cadáver. Milagrosamente, el niño logra sobrevivir y, convertido en un paria mutilado y monstruoso, recorre el mundo con un único propósito: sobrevivir a cualquier precio. Ashura derriba cualquier atisbo de edificación moral y retrata la existencia como un dolorosísimo trance en el que la necesidad individual prevalece sobre cualquier vínculo emocional. En la crudeza, la desolación y el desagarramiento de Ashura, se intuye la estética y determinadas constantes que definirán la obra de Hideshi Hino.

Mencionemos a vuelapluma a Jiro Tsunoda, que cuenta con una dilataba trayectoria cuando publica, a mediados de los setenta, tres series de relevancia: Kyofu shinbun, sobre un periódico maldito que predice la muerte; Ushiro no Hyakutaro, que narra las aventuras de un experto en ocultismo y su hijo; y Borei gakkyu, que se desarrolla en el clásico entorno estudiantil y bebe del imaginario de las leyendas urbanas. Tanto Borei gakkyu como Oniyan y Eko Eko Azarak evidencian la tendencia del manga de la época a retomar las viejas historias de fantasmas, agotadas ya en la gran pantalla, y situarlas en un entorno contemporáneo reconocible por el lector (colegios, bloques de apartamentos, oficinas), anticipando de este modo el J-horror.

Concluimos el epígrafe con Daijiro Morohoshi, autor injustamente ignorado. Cultiva la ciencia ficción, el suspense, la fantasía, el terror y el relato histórico y de aventuras, siempre desde una personalísima perspectiva. Se nutre del folclore y de la historia de las religiones para tejer sus narraciones, y revela una influencia no menor de los escritos de Lovecraft. Al margen de sus incursiones en el formato breve, dos series destacan en su aproximación al género: Ankoku shinwa, publicada a finales de los setenta, es una historia fascinante que abraza la mitología china, el hinduismo, el budismo, el folclore, la literatura y la historia japonesa para vertebrar un relato complejo y lleno de matices, rebosante de imaginación y visualmente enriquecedor. Su serie más famosa es Yokai Hunter, sobre un investigador de lo paranormal en la línea de Carnacki o John Silence. Morohoshi no desaprovecha la ocasión de instruir al lector, convirtiendo cada episodio en una provechosa lección de historia, religión o arqueología. Dado lo profuso de la información, que se adivina fruto de una documentación concienzuda, la lectura de Morohoshi no resulta fácil, aunque su narrativa, pulcra y enemiga del derroche, facilita la labor. Leyendo sus historias, se tiene la impresión de estar ante un escritor con recursos y registros similares a los de Arthur Machen o Algernon Blackwood. Su grafismo dista de ser virtuoso, pero exhibe una infrecuente capacidad para recrear lo sobrenatural y lo surreal con economía de medios y una fascinación que no decrece. Un autor por descubrir.

Eroguro

El término eroguro, contracción de «erotic guro nasensu», designa un movimiento que se origina en Japón en la segunda década del siglo pasado y se manifiesta en campos concurrentes como la pintura, la literatura o el cine. De clara inspiración occidental, el eroguro es una sublimación de lo frívolo y un desafío al rígido sistema de valores de la época. Se alimenta de los excesos sexuales y encuentra terreno abonado en los textos de Edogawa Rampo. Tras décadas de olvido y censura, a finales de los setenta resurge con fuerzas redobladas para alojarse en el cine, la música y en la obra de determinados mangaka por entonces marginales. Para uso particular, calificaremos eroguro a determinadas obras en las que el erotismo se fusiona con la violencia y las parafilias extremas.

De los primeros autores en asomarse al precipio del eroguro será Kazuichi Hanawa. Se inicia en la revista Garo a principios de los setenta. Sus páginas exhiben raras cimas de perversión, dentro de una estética que se balancea entre el brut y lo minucioso, consagrada a la recreación de las impurezas carnales con un rigor casi inédito; abunda el bondage, el sadismo ilustrado, la teratología y parafilias inagotables. Sus planteamientos, imbuidos de una violencia ciega, poseen la textura de las pesadillas. Después de un breve retiro, regresa en los ochenta con ímpetus renovados y se reinventa. No renuncia a sus constantes: los tormentos de la carne, la venganza kármica como leitmotiv, la fascinación por los insectos… Su estilo se asienta, se vuelve tangible y pierde afectación. Hanawa se las apaña para diseñar un complejo tejido símbolico que se nutre por igual del sintoísmo, los cuentos de hadas y el budismo. El terror franco proviene de un yokai descarriado, de los horrores del infierno budista o de la propia crueldad humana. En el colmo del atrevemiento, en este mundo aristocrático de suntuosos kimonos, palacios de madera y lluvias de pétalos de cerezo, el autor introduce desconcertantes elementos de ciencia ficción. Hermético, crudo y visceral, a la vez que lírico y un tanto melancólico, Hanawa es un autor irrepetible.

Suehiro Maruo es poeta y decadente, Genet y Lautréamont. Comienza en pleno renacimiento del eroguro en los ochenta. Su estilo es aún sencillo y refinado, grácil por momentos, y sus historias, de tramas delgadas como la hoja de una navaja, asombran por sus planteamientos: fieramente eróticas, demoledoramente violentas; fantasías de revista porno revestidas de cuero y untadas de heces, retratadas con la primorosidad de un Beardsley. En esta etapa son muchas las similitudes con Hanawa. Ya a finales de la década su trazo se vuelve elaborado y minucioso y descubrimos en él a un fantástico ilustrador. Como poeta que es, en consonancia con Hanawa e incluso Tsuge, deja las riendas de sus historias en manos de las imágenes; en lugar de una aproximación intelectiva, Maruo promueve una sensual. Si bien sus trabajos más conocidos, Warau kyūketsuki (La sonrisa del vampiro) y Shojo tsubaki (Midori), se enmarcan en el terror, puede afirmarse que, cuando la balanza entre este y el erotismo se decanta, suele hacerlo hacia el segundo: en forma de shibari, entomofilia, pedofilia, coprofagia, necrofilia, fetichismos varios y un largo etcétera. Late en sus páginas un sentido lúdico (del coito, del crimen, de la narración) que lo alinea con creadores como Guido Crepax, Jean Rollin o Jesús Franco. Maruo se amamanta de la estética, los símbolos y la cultura de inicios de la era Showa (1926-1989). Su arte también comulga con el expresionismo alemán y el estilo de los muzan-e, grabados japoneses del siglo XIX de fuerte contenido erótico y violencia explícita. Con el tiempo, Suehiro Maruo ha logrado distinguirse de la hojarasca de autores encasillados en el eroguro (Jun Hayami, Waita Izuga, Horihone Saizo…) y ha alcanzado el estatus de autor de culto.

Hacia un terror mestizo

En los ochenta la industria del manga alcanza picos de ventas inéditos. En el marco del género, se deja sentir, sobre todo en el cine, la influencia de las producciones americanas y europeas. Frente al modelo clásico, idealista, edulcorado y largamente agotado, se impone otro novedoso y terrible, que hace de la perversión, el crimen y el castigo corporal su santo y seña. Será un periodo de copulación intergenérica y de rabiosa ebullición creativa: el cyberpunk, el splatter, el género apocalíptico, siempre bajo la sombra del holocausto nuclear, la parapsicología, la tecnofobia y, en especial, un fenómeno novedoso en occidente pero antiguo en el acervo mitólogico-religioso japonés: el body horror. Todo aquello que atañe a la metamorfosis y corrupción corporal está contenido en él. La transformación del cuerpo es subversiva y, por tanto, ventajosa para el género, en la medida en que abandera un ataque frontal al orden simbólico tradicional y sus certezas incuestionables: la ley, la lógica, la racionalidad y la verdad establecida. No es difícil trazar paralelismos entre ciertos conceptos del budismo y el sintoísmo y el body horror: la impermanencia y transmutabilidad del yo, el ciclo de las reencarnaciones, la deformidad como somatización de las pasiones impuras o la capacidad de metamorfosis de los seres del panteón sintoísta.

A caballo entre los setenta y los ochenta emerge Hideshi Hino. Más allá de la influencia velada de Yoshiharu Tsuge, su vínculo más evidente se reconoce en Umezu, pero mientras este recurre al fantástico y la ciencia ficción, Hino se arroja al género espoleado por oscuras concupiscencias. Su tratamiento del terror lo convierte en un adelantado: el gore más desfondado salpica sus páginas en una época en la que aún no se había asentado como seña de identidad del género. La iconografía de sus historias coincide en no pocos rasgos con la del cine de los ochenta con una década de antelación: en el espanto de los fluidos corporales, mutaciones, atrocidades quirúrgicas y putrefacción se anticipa el body horror. Su grafismo es feísta, diríase que infantiloide, pero a la vez honesto y eficaz. Como narrador, construye con precisión la tensión en el relato corto y afronta el formato largo mezclando hábilmente elementos autobiográficos con impactantes secuencias teñidas de surrealismo, como en Jigokuhen (Panorama infernal). Artistas dementes, maniacos homicidas y fetichistas depravados engrosan su galería de personajes. Al zambullirse en las simas de la psique trastornada y sus efectos sobre el individuo, Hino alcanza una profundidad que lo rescata de la vasta mayoría del terror de la época y, de paso, establece una nueva conexión con Umezu. Sus personajes son seres repudiados, marginados, con dificultades patentes para integrarse en una sociedad demasiado uniforme para convivir con sus anomalías. La obra de Hino es un canto a la monstruosidad de los parias.

Al igual que el shojo, el hentai destaca por su capacidad para aparearse desde la libertad creativa con géneros afines como la fantasía, la ciencia ficción o el terror. Toshio Maeda, reconocido padre del tentacle porn, es uno de los puntales de ese hentai que se hace fuerte en los ochenta. Su mítica Urotsukidoji sorprende por su pericia para integrar el erotismo dentro de los márgenes de una trama elaborada, si bien demasiado compleja y delirante en ocasiones: mundos paralelos, niños mesiánicos con superpoderes, profecías milenarias, combates, esoterismo y visiones apocalípticas; épica y terror en grado excelso. Aunque se nutre del eroguro, la obra de Maeda, vibrante, violenta y osada como es, resulta un poco más mundana pero no por ello menos inspirada e imaginativa. Su hábil fusión de géneros será una de las tendencias dominantes en el manga en la década siguiente.

En busca de una renovación

Los noventa irrumpen con una plétora de autores que se benefician de los códigos consolidados en las décadas anteriores y de la nueva directriz del cine patrio: el J-horror. Los nuevos tiempos desplazan el terror hacia el confort de los espacios cotidianos, como se aprecia en la ejemplar Gakkou kaidan, del prolífico Yousuke Takahashi. Algunos autores arrivan sin ruidos a occidente a lo largo de la década siguiente: Kanako Inuki, Sentaro Knife, Toru Yamazaki, Ochazuke Nori, Shintaro Kago… Breve mención para Minetaro Mochizuki, que si bien pasa desapercibido con su incursión en la leyendas urbanas en Zashiki onna (La mujer de la habitación oscura), alcanza el éxito internacional con Dragon head, enésima revisión del género apocalíptico desde una perspectiva tan filosófica como aterradora.

Pero sin duda el autor más brillante de esta hornada es Junji Ito. Enamora su estilo elegante y depurado, de una belleza clásica. Reclama influecias de Umezu y Lovecraft y representa la culminación de una forma de entender el terror que arranca del primero y se perpetúa en Hino. Posee el don de codificar lo sobrenatural en moldes impensables e irrepetibles, como Umezu, al tiempo que muestra preocupaciones y virtudes narrativas que lo emparentan con Hino. De Lovecraft toma el mecanismo por el cual el individuo se ve amenazado por fuerzas incomprensibles que lo sobrepasan. Destacan la meticulosidad, sutileza y paciencia con que desmenuza los acontecimientos: edifica magistralmente la escalada hacia el paroxismo del horror. Llegados a este punto de no retorno, sorprende con un giro inesperado y deja que irrumpa, en forma de avalancha, lo sobrenatural, lo informe, la locura de las formas, surgido de otra dimensión para invadir nuestra realidad en calidad de pesadilla, de elemento desbordante y desestabilizador. Dicho de otro modo, Ito nos muestra cómo el terror enriquece la vida.


Vuestros comentarios

1. 23 jul 2018, 17:56 | v

Excelente artículo, muy informado (e informativo). Muchas gracias.

2. 23 jul 2018, 18:22 | Elchinodepelocrespo

A ti por leerlo, V. ¡Un saludo!

3. 27 jul 2018, 08:28 | DEVILMAN

Efectivamente, un increible articulo que menciona a muchos de mis favoritos pero me ilumina para conocer a muchos otros nombres imposibles de ver desde este lado de el planeta.

Excelente lectura.

4. 27 jul 2018, 10:24 | Elchinodepelocrespo

Gracias, Devilman. Espero que encuentres cosas interesantes entre tanto nombre.

5. 31 jul 2018, 22:19 | Himp

De la jornada ochentera habia una pelicula llamada, Shouten Doji que el extinto Locomotion paso en sus jornadas sabatinas de Japanimotion.

Actualmente hay un manga llamado Pumpkin Night, que bien podrias llamar Carrie+Halloween, sencillo pero divertido, en mi opinión hace bien lo que muchos revivals del slasher fallan en hacer querer ver como va a terminar la cosa.

6. 22 abr 2019, 19:41 | Rust Cohle

Muy interesante.
Es una lastima que autores como Daijiro Morohoshi estén inédito en español.

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