Color out of space

Tras la desagradable “Granja maldita” (1987) y la aburridísima y casi doméstica “Colour from the Dark” (2008), el pasado 2019 el pintoresco director Richard Stanley presentó una nueva versión del precioso relato corto de H. P. Lovecraft “El color que cayó del cielo”. Podemos decir que es, de las tres, la versión más fidedigna y también la que mejor transmite el carácter malsano que destilaban las páginas del autor de Providence. Aunque que sea la mejor de las tres, tampoco es decir gran cosa… En cualquier caso, el desbarre estético de Stanley, y el aroma general a producto de horror de los 80, le ha granjeado, nunca mejor dicho, a esta versión toda una legión de admiradores empeñados en bautizar a la cinta con la etiqueta de clásico instantáneo.

Tras la caída de un meteorito, los propietarios de una granja comienzan a notar que las cosas en sus cultivos y sus animales no van bien. La fruta se estropea, las criaturas enferman y por la noche el campo parece refulgir con irisadas auroras boreales. Pronto estos extraños efectos empezarán a causar estragos también en los propietarios del cultivo.

Mucha gente ha encontrado y comparado este trabajo de Standley con “Mandy” de Panos Cosmatos. No es extraño, pues además de a su histriónico protagonista, Nícolas Cage, comparten el uso de los colores saturados y efectos especiales de la vieja escuela. Difieren en el ritmo, absolutamente convencional en la que nos ocupa, y en alejarse de los controvertidos aromas trascendentales de Cosmatos.

Rozando en varias ocasiones la parodia, no sabemos si de forma voluntaria, el guion carga las tintas en la presentación de los personajes, todos ellos demasiado pintorescos y lo que provoca que al espectador le cueste entrar en la historia hasta el momento en que comienzan los sucesos extraños; en ese punto uno teme que el visionado será una pérdida de tiempo. Pero tal vez, este desafinado inicial, ayude a recibir con agrado la irrupción de la infección colorida que irá devorando a la flora y la fauna de la granja, incluidos un rebaño de alpacas por los que el personaje de Cage siente auténtica obsesión. La putrefacción de los vegetales y las mutaciones animales transforman el paisaje rústico en un dantesco cuadro de muerte que parece que contemplásemos bajo una luz negra. El color saturado y su banda sonora nos presentan una pesadilla lisérgica. Mientras, la imaginería del equipo de maquillaje, elabora la magia para que presenciemos un relato de degradación propio del “body horror” de David Cronenberg.

La mayor pega de esta pesadilla es que extiende demasiado los aspectos más brillantes de su imaginería sin demasiado avance de su guion y que por tanto la repetición de ese más de lo mismo termina por desarticular, en gran medida, su efectividad. El otro problema, y aquí mi opinión, si cabe, más personal, es la exageración con la que parece empapar desde hace unos años Cage a todos sus personajes, como si en cualquier momento fuera a gritar. “¡Señoriiiito!” como Fernan Gómez en “El viaje a ninguna parte”.

Lejos de ser una película excelente, lo cierto es que Richard Stanley alardea de un estilo propio que reconocimos a la salida del cine casi todos los presentes; incluso aquellos a los que no nos terminó de convencer. Y como la autoría es un valor indispensable para la evolución de esta industria, esperamos con interés a ver por qué derroteros irá este director, que por cierto ha anunciado una adaptación de Lovecraft.