La matanza de Texas

La matanza de Texas original, la de Tobe Hooper, tenía una impronta cercana al found footaje. Encuadres sucios, imagen excesivamente granulada y una mezcla de sonidos muchas veces saturada obraban el efecto de algo crudo, casi espontáneo y al borde de la imagen casera, que producía una atrapante sensación de realidad. Se habla de la brutalidad de sus imágenes, pero si la observamos con atención, nos damos cuenta de que es más lo que se sugiere que lo que se presenta de forma explícita. Desde entonces hasta ahora, muchos han sido los intentos de remake pero pocos los de recuperar el espíritu original de la cinta. La suciedad y naturalidad se han suplido por encuadres trabajados, los personajes han perdido su aire espontáneo en favor de diálogos acartonados del cine de género, y la crudeza de las muertes, casi un falso Snuff, se reemplaza por gore abundante y efectos prácticos. Lo atávico se convierte en alimento procesado.

Años después de las muertes de la cinta original, llegan al pueblo un grupo de jóvenes inversores con el fin de transformar la localidad en una especie de parque temático. No tardarán en encontrar en uno de los edificios a los últimos habitantes de un orfanato, que se muestran reticentes a abandonar lo que durante décadas ha sido su hogar. Sin saberlo han despertado los instintos homicidas de Leatherface, que sacará su sierra mecánica a pasear y a sembrar de muerte las polvorientas calles del pueblo.  

La matanza de Texas de Netflix no tiene ninguna intención de meterse en jardines. Se disfraza de transgresor, pero esconde un corderito con piel de lobo. Su imagen es tan pulida y sus personajes tan planos que crean una pantalla entre el espectador y los acontecimientos lo suficientemente firme, como para evitar que el horror de un lado se contagie en el otro. Su abundancia de sangre y muertes salvajes tratan de esconder los aspectos más escabrosos de la original, como el canibalismo y ese abuso al borde de la agresión sexual, que esta secuela ha decidido pasar por alto.

Con una historia creada por Fede Álvarez y Rodo Sayagues (No respires), el director David Blue García, crea un film muy solvente en lo visual y lo suficientemente entretenido para un primer visionado. Como le ha pasado al resto de títulos posteriores a las dos entregas de Hooper, la cinta se olvida con la misma facilidad y velocidad que se digiere.

Adoptando las maneras de los últimos capítulos de Halloween, al icónico Leatherface le sale un enemigo, única superviviente de la entrega del 74, a la que pone cuerpo la actriz Olwen Fouéré. Junto a Alice Krige, son los únicos personajes de más de cincuenta años de la trama. Al contrario que la Sally original que interpretaba Marilyn Burns, Fouéré no grita ni llora, es una tía dura y curtida al más puro estilo de Sarah Connors en Terminator. Esta heroína será el finísimo hilo en la historia para erigirse como una secuela aunque obvia personajes y situaciones de la original. Se hace un tanto extraña esta decisión de hacer de Sally un personaje importante; da la sensación de que cuando al guion le toca sacarla a jugar no sabe qué hacer con ella.

Si algo me aterraba de la de Hopper no era el asesino de la cara de cuero, sino el hecho de que era apoyado e incitado en sus acciones por una familia tan loca como él mismo. En su afán de convertir a Leatherface en una suerte de personaje icónico se le presenta como un enemigo único a destruir. El guion toma toda una serie de decisiones un tanto estúpidas (como que guarde su sierra eléctrica emparedada en su dormitorio) con el único fin de darle golpes de efecto a su cincelado de tebeo.

Temas como la gentrificación, las relaciones entre las hermanas protagonistas o el postureo de las redes sociales, apuntan a un espectador milenial y tal vez por ello se quedan en la superficie de sus intenciones, en lugar de tratar de invitar al espectador a reflexionar, aunque sea unos segundos, respecto a los elementos que maneja el guion.

Seguramente hubiera disfrutado mucho más de este título en una pantalla de cine. Creo que propone un espectáculo lúdico que se saborea mejor en un festival o en una sala con gente que reme a favor de la fiesta que propone. Pero viéndola en casa, y con el nombre y apellidos que sugiere su título, este nuevo intento de desfibrilar la franquicia se queda en poca cosa. Los amantes de la violencia sin más, posiblemente la aprecien y aplaudan a rabiar, pero para el que redacta estas líneas, la cosa se ha quedado cerca delas sensaciones ver a otro jugar una partida de Mortal Kombat: muy intenso, pero carece de alma y de emoción.