Relatos de terror

El crimen de un misógino drogadicto

J. González (Chupasangre)

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"Regalo del Egeo"

Un terror social(¿?) de Jorge P. López

"Regalo del Egeo"

No se trata de un relato excesivamente original, y, hasta cierto punto, se muestra un poco oportunista, pero en mi tradicional cuento de Halloween no he podido evitar fijarme en la realidad más de lo que suelo hacer. El resultado es, obviamente, bastante deprimente y nihilista, aunque espero que lo suficientemente bien escrito como para satisfacer vuestros apetitos. ¡No os amontonéis a la hora de enviar vuestras apreciaciones! Estaré igual de agradecido si echáis un tiento a mi última antología: Cuervología Nº 13, quizás podáis comprarla aquí. ¡Muerte a la humanidad!

Emergió de las aguas con la misma pereza que usaban las olas para arrastrarlo, noche casi cerrada, marea alta y aguas en calma con reflejos de verano. Cuando por fin alcanzó la orilla se sintió confundido, cansado y, a la vez, lleno de una energía cuyo origen sólo podía ser la esperanza. Lejos quedaba el frío, dueño de sus venas, que lo recibió tras la zambullida contra la superficie índigo del Egeo. Las duras ondulaciones de la arena seca le hicieron tropezar arropado por el gemido ahogado que emitió de forma involuntaria, fue la señal de salida para el riachuelo de vitriolo que clamaba libertad desde su estómago. Distante, así nacía su curiosidad frente al fino reguero de inmundicia: ¿algas deshilachadas, barro, salitre, pequeños peces? Nada que le importase en demasía; su único objetivo, su obsesión, era alcanzar la libertad de la tierra prometida, un paraíso vallado al que se rendía con tal de escapar de la guerra, esa hiena que se había ensañado con su gente.

La Tercera Carabela

Un nuevo relato de Francesc Marí

La Tercera Carabela

A las 7 de la tarde, justo cuando el viejo reloj de la facultad hacía repiquetear las campanas indicando que era la hora punta, la última de las cuatro personas citadas por el profesor Mark Shepherd entró en su despacho en el departamento de Historia Naval de la Universidad de Miskatonic. El recién llegado era el joven profesor Shade, que recientemente había sustituido a su difunto tío en el departamento de mitología. Sentados en torno a una pequeña mesa redonda, esperando a que Shade ocupara su lugar, estaban la hermosa doctora Towers, especialista en historia de la baja edad media; a su lado el profesor Vasilikov, todo una eminencia en el campo del folklore europeo; y a su lado, el mejor amigo de Shepherd, el doctor Martínez, profesor del departamento de Historia Militar, pero ferviente amante del mar, el misterio y de todo lo que su amigo quisiera contarle.
Frente a cada uno de ellos había un pliego de papeles. Una cuantas hojas escritas a ordenador sin poner el menor reparo en la forma.

—Muy bien, Mark, ¿por qué nos has reunido aquí? —preguntó Martínez.
—¿Y a estas horas? —concluyó Vasilikov, en parte molesto y en parte intrigado.
—Tengo que explicaros lo que he descubierto en mi reciente viaje a Sevilla.
Los otros cuatro lo miraron expectantes.

El Hombre que amaba a los Animales

Un cinismo veraniego de Jorge P. López

El Hombre que amaba a los Animales

No sólo de terror vive el hombre, también de zoofilia, circo y necrofilia… y como el verano sigue su lánguido curso, que mejor que una irónica historia para provocar a los bien pensantes. ¡Espero arañar vuestras conciencias!

Eran otros tiempos, lejanos y confusos, cuando el circo “Hoffmann and Moore” recorría cual navaja las venas de una todavía joven Norteamérica. Entre sus carpas multicolores, los crespones raidos y el pegajoso olor a manzanas azucaradas, malvivía Timmy, el miserable a cargo de los excrementos de las fieras; aunque él se tenía en gran estima, puesto que se consideraba el mayor amante de los animales allí arracimados. Con el rocío goteando de las marquesinas se acercaba a acariciar profusamente los cuartos traseros de Fatty, la elefanta; el intenso sopor de media tarde lo encontraba rozando a escondidas las partes pudendas de los monos propiedad del payaso Tonetti; después de la cena se entretenía ofreciéndose a cuatro patas a los perros vagabundos arrastrados por el circo tras su estela; de madrugada, con la escandalizada luna como espía, se acercaba a la jaula de Estelle, la tigresa siberiana, y suspiraba amargado debido a las ansias de poseerla violentamente. Claro que sus deseos se veían enfriados ante la realidad: de ponerse a su alcance, perdería la cara de un zarpazo. Además el enorme felino era famoso entre la troupe debido a su mal carácter, especialmente al despertarse de sus breves siestas vespertinas, así que los días transcurrían sin que Timmy tuviese el valor siquiera de rozar a la tigresa a través de los barrotes…

Y pasó el melancólico otoño cruzando la carretera, viendo como Timmy anisaba más y más besar el mullido pelaje albino de la tigresa.

Desechó el pavo recocido y embadurnado de puré que ofrecían a cada uno de los miembros de la troupe, él sólo sentía apetito por la dama de claros ojos verde mar.

Los árboles se sacudieron la escarcha saludando a la alegre primavera, y, sin embargo, el corazón de Timmy continuaba helado, soñando con su pequeña gatita.

Afilado Verano

Un terror veraniego por Jorge P. López

Afilado Verano

Hace calor en España, especialmente en el Valle del Ebro. Por aquí no veo a Heidi si no a los perros del Infierno, echándome el aliento sobre el cogote y volviéndome loco. Los efectos de ese calor extremo detonan en una tormenta, un relato más bien, que habla de los cambios de la adolescencia que suele provocar el verano. Si este cuento os ha llamado la atención y creéis que podréis soportar una dosis mayor, podríais darle una oportunidad a mi última antología, Cuervología Nº 13, en dicho caso podéis comprarla aquí. ¡Nos vemos en la próxima tormenta!

“Ten cuidado, no te cortes”
Con siete años metes la mano donde no debes, ¿cómo evitarlo? Es casi una enfermedad, lo haces a sabiendas y nadie puede detener tu curiosidad. De esa forma lo vive el Niño, secuestrado por sus propias extremidades llenas de una voluntad y vigor irresistibles.
Una vez tuvo un nombre, pero se difuminó entre los títulos que sus hazañas conquistaron: Azote de los gatos, Rey Pirata de los mares del Sur, Emperador Galáctico, Señor del sofá, Condenado Pequeñajo…
El verano se agostaba y ningún rincón del jardín se había librado de las pisadas de aquel Atila en miniatura; los árboles, llenos de temor, intentaban ocultar sus amados nidos de las manitas pegajosas, pero los huevos eran unas gemas difícil de ignorar; el césped, ya cansado de torturas, raleaba allí donde se había enterrado un hámster o una botella con monedas de céntimo; el tejado se combaba quejumbroso a causa del peso de los balones y las cometas… Incluso fuera de su territorio, heredado por derecho propio, se dejaban ver las improntas de su silueta, si los perros guardianes del vecindario pudiesen hablar pedirían la jubilación anticipada junto a los buzones de toda la calle, hasta las narices de toser debido a los petardos de aquella bestia de menos de un metro.

Las llamas del infierno

Un relato de Francesc Marí

Las llamas del infierno

Apresuradamente cerró la puerta tras él. No estaba nervioso, pero no quería que nadie lo interrumpiera. Su celda, iluminada por la reluciente luz del mediodía, era mucho más alegre de lo que a él le parecía. Las largas noches sin poder dormir le habían enseñado a temer a la oscuridad, y más desde que había descubierto algo inconcebible. Algo que la percepción humana era imposible de asimilar y comprender…

Con largas zancadas sobre el suelo enlosado, cruzó los apenas tres metros de profundidad de su dormitorio, acercándose a la ventana del fondo. En el exterior, como era habitual todos los domingos y fines de semana, centenares de turistas e infieles llenaban las pocas y estrechas calles del monasterio en el que vivía. Aquel lugar de culto y reflexión se había convertido, con el paso del tiempo, en una atracción turística más y en una fuente de ingresos para los avariciosos dirigentes del obispado.

El Búnker

Un nuevo relato de Francesc Marí Company

El Búnker

Normandía, madrugada del 9 de junio de 1944

Cuatro hombres armados salieron de entre los árboles que formaban aquel pequeño bosque a las afueras del pueblecito normando de Sainte-Mère-Église. Corrían al trote cargando sus fúsiles, ataviados con conjuntos caquis y cascos de color verde rebotando sobre sus cabezas. Eran los soldados rasos Martínez y McKenna, el soldado de primera Keshner y el sargento Nielsen, pertenecientes al Tercer Batallón de la 82 División Aerotransportada del Ejército de los Estados Unidos. Estaban alejados de su unidad, pero era por una buena razón, tenían una misión. Las fotos aéreas, tomadas apenas unas horas antes, habían detectado una serie de búnkers alemanes en la zona aliada, que debían ser neutralizados antes de que causaran cualquier desgracia y pusieran en jaque la mayor operación militar de la historia. Así que diversos equipos de los soldados habían sido distribuidos por la zona para localizar, examinar y neutralizar posibles reductos de soldados alemanes.

Tras unos pocos minutos de carrera al descubierto, el grupo de soldados llegó a un enorme bloque de cemento armado. Con un par de gestos, Nielsen separó al grupo en dos, con la intención de rodear el lugar y detectar posibles amenazas. Sin embargo, las dos parejas se encontraron al otro extremo del búnker sin ninguna novedad. Mientras el sargento establecía una nueva estrategia, los demás pudieron comprobar que en aquel lugar reinaba el silencio más absoluto que habían escuchado desde que habían saltado sobre Francia tres días antes.
–Si el búnker estuviera lleno de alemanes, ¿no se debería escuchar algo? –susurró McKenna, sin embargo ninguno de los otros le respondió, simplemente afirmaron en silencio igual de sorprendidos que el joven soldado de Boston.