Siempre tuvo la sensación de llevar una máscara para ocultar la ausencia de rostro real. A veces sus propias facciones le resultaban desconocidas. No estaba loca, a pesar de todo. Sentía una lucidez casi dolorosa. Estaba segura de que si algún día, debido a un accidente o un diagnóstico poco claro, debía serle realizada una radiografía, los facultativos descubrirían con estupor que poseía más vértebras de lo normal o un par de costillas de menos. Deseaba achacar tal desasosiego e inquietud a su desbordante imaginación, pero sabía que solo era un modo de evitar la verdad.
Con la adolescencia, la sensación de extrañeza se había agravado. Sus hermanas pequeñas estudiaban y salían con un nutrido grupo de amistades mientras ella prefería la soledad, el silencio y escribir poesía. Al principio intentaron integrarla en su círculo pero al final la dieron por perdida. Y ella se sentía aún más fuera de lugar por no saber cultivar las relaciones sociales. Se bastaba a si misma y no deseaba nada. La melancolía caía a plomo sobre ella en otoño. Entonces se dedicaba a pasear por el parque enfrente de su edificio, el corazón verde del barrio, escribiendo. Una vieja vendedora de castañas asadas ponía su puesto al fondo y ella siempre acababa pasando en algún momento por delante. Con una sonrisa, le ofrecía un cucurucho, pero ella, siempre absorta e inapetente, lo rechazaba con igual amabilidad.
La única ocasión en que estuvo a punto de ceder y buscar la normalidad propia de su edad solo sirvió como espoleta para una mayor cerrazón posterior y reafirmación de su singularidad. Fue una ventana que le hizo contemplar parte de lo que siempre había intuido. Manu era el chico más guapo de la clase. Siempre les había tocado la misma aula desde el primer curso y ella había ido observando como el niño guapito se transformaba en un chico irresistible. No podía evitarlo. Si la miraba, apartaba la vista colorada hasta las orejas, igual que cuando se cruzaban en la puerta o el pasillo y la saludaba. Debía de pensar que era tonta perdida. Pero una tarde, él y su motocicleta la esperaban a posta en la entrada del instituto, invitándola a llevarla a casa. Ella siempre iba y venía andando, pues solo eran diez minutos, pero estaba tan atenazada por la timidez que aceptó, incapaz de contradecirle y deseando que se la tragase la tierra al ver de refilón a sus hermanas medio tapándose las caras con las carpetas, cuchicheando con risitas pícaras. Él eligió el camino más largo o dio algunas vueltas para hacer tiempo, mientras ella luchaba por no caerse pues no se atrevía a apretarse demasiado contra el chico. Cuando se bajó ante el portal quería a partes iguales salir corriendo que quedarse a su lado. Manu le dijo que la acompañaba y entró a su vera. La retuvo cogiéndole la mano cuando iba a subir el primer escalón, estaba muy cerca. Le dijo que le gustaba mucho y que si quería quedar el sábado con él; podía sentir su aliento con olor a chicle de menta porque había entrecerrado los ojos, y luego la blandura de sus labios sobre los suyos muy brevemente, porque ella se apartó y salió en estampida escaleras arriba, pero en el primer rellano se giró un poco y le contestó que vale. Entró en casa al galope y corrió a esconderse a su habitación. Oyó a sus hermanas llegar pero logró evitarlas porque tampoco quiso cenar. No se veía capaz de afrontar sus pullas. Tenía ganas de reír y de llorar, el corazón desbocado, un cosquilleo en el vientre y una increíble sensación de ingravidez y levedad. Solo podía pensar en aquel instante efímero que la saturaba de ligereza y felicidad como nunca había sentido. Manu la había besado, aquello tenía que ser un beso, suponía, y al día siguiente le diría donde encontrarse el sábado. ¿Y entonces? Estaba tan colorada, acalorada y de repente casi aterrada. Todo el mundo había pasado por su primera cita y ahora le tocaba a ella. No iba a echarse atrás, o tal vez si…
Nunca había soñado y sabía que eso era raro, pero jamás había recordado un sueño, hasta aquella noche. Poco antes de despertar, se vio asaltada por una sensación lumínica, un brillo irisado ante los ojos, sobre el que empezó a dibujarse una sombra que se iba agrandando. Al esforzarse en intentar reconocer al que se acercaba, abrió los ojos y todo se esfumó sustituido por los cotidianos muebles y paredes. Era otra gran novedad en su vida y no sabía realmente en cual de las dos concentrarse, la visión o la futura cita, mientras camino del instituto trataba de dejar atrás a sus hermanas y sus preguntitas insidiosas. No vio a Manu en la entrada ni tampoco en el patio. Le extrañó un poco pues creía que la estaría esperando. Tocó el timbre y tampoco le encontró entre las caras más o menos conocidas de la marea juvenil que iba siendo tragada por las puertas laterales y las escaleras que conducían al segundo piso. Ya en clase se sobresaltó al ver vacío el pupitre que ocupaba el chico. Algo no iba bien.
Su inquietud se convirtió en horror cuando a la hora del recreo se extendió como la pólvora de boca a oído y de móvil en móvil la noticia de que Manu estaba muy grave en el hospital. De camino al instituto había sufrido un accidente. Un conductor apresurado se había saltado el semáforo en rojo justo cuando él cruzaba con la moto. Ella no podía dar crédito a tamaña mala suerte pero lo peor era la contundente sensación de culpabilidad que la había invadido. No sabía como, pero ella había provocado aquella desgracia.
Sus amigos y compañeros de clase decidieron ir a visitarle el lunes. Habían pasado setenta y dos horas y continuaba en coma. Ella no formaba parte de ningún corrillo por lo que siempre se situaba cerca del profesor, así que como la tutora les acompañaba se asomó tras la mujer con cierta aprensión. La cama hospitalaria, los monitores, el respirador, el chico intubado con la cabeza vendada, las vías en las muñecas, no fue eso ni en conjunto ni por separado lo que la conmocionó sino la luz que empezó a inundar el cuarto en cuanto se puso a observar al desgraciado inconsciente. La luminosidad irisada estaba allí también. En las dos noches anteriores había vuelto a su mente con la sombra perfilándose en silueta, pero ahora estaba despierta y rodeada de gente. En la luz flotaban unos bultos alargados, como hechos de la misma sustancia pero más opacos, que rodeaban el lecho. Eran figuras como la del sueño pero más visibles, entrecruzándose velozmente. Podía vislumbrar sus rostros pálidos y aniñados de ojos pequeños, oblicuos y totalmente negros, como brillantes abalorios, y unos brazos larguiruchos terminados en tres dedos sin uñas. Estaban enfadados y trataban de agarrar a Manu, pero eran demasiado incorpóreos y parecían atravesar todo lo sólido. Era inquietantemente fascinador, solo ella se daba cuenta de su presencia. Sin duda, la miraron. Sus boquitas dejaron entrever un montón de dientecitos afilados y ella pudo oír una especie de chasquidos y cliqueos recriminatorios. Salió apresuradamente de vuelta a la sala de espera, sin importarle que los otros creyeran que la rara era demasiado sensible.
No tenía miedo, solo quería conocer mejor aquel portento y su causa, saber que era el mundo neblinoso. Y en la oscuridad de la madrugada, vio al príncipe. Todo era difuso bajo la luz irisada pero le pareció que ahora en el centro había una especie de elevación. La silueta estaba allí sentada y se hizo por fin reconocible. Era otro de aquellos seres pero perfectamente físico, con su rostro de palidez lechosa donde titilaban los ojillos negros y casi verticales, nariz y boca apenas perceptibles, manos de tres dedos que recordaban más a pinzas, igual de blancas y rozando con sus puntas las rodillas. El resto de su anatomía, del mentón a los pies, estaba cubierto por una ceñida coraza negra con una textura parecida a cuero aceitoso y que daba un regusto frágil a su delgadez. La miró y ella empezó a captar los chasquidos al tiempo que la diminuta boca se movía. Entendía que le reprochaba algo.
La luz apagada llena de reflejos la fascinaba pero la belleza de polilla del joven sentado recibiéndola en su piel marmórea y en su cuerpecillo esquelético y constreñido la dejó prendada. ¿Qué era?, ¿quién era?, en todo hallaba vagas sugerencias de conocimiento olvidado. El mundo, por contraste con las visiones, se le antojó aún más duro, desproporcionado y casi tan feo como el gran lunar de nacimiento de su antebrazo derecho que tan poco le gustaba dejar a la vista, algo complicado de conseguir en verano.
Manu salió del coma al día siguiente. No le quedaron secuelas cerebrales, solo una ligera cojera al haberse roto una rodilla. Cuando regresó al instituto ella le rehuyó cuanto pudo pero no tardó en darse cuenta de que él hacía lo mismo. En sus ojos había incluso temor. Ella intuyó que había visto algo durante su inconsciencia. Él sabía. Se alegró sinceramente cuando supo que se había echado novia.
Tras aquella experiencia, en efecto, ella fortificó el muro invisible que la separaba del mundo. Ganó un par de premios literarios organizados por el instituto y algunos profesores la animaron a seguir por aquel camino, fue entonces cuando empezó a escribir poesía más en serio. Solo ella sabía que era poco menos que una marioneta que seguía mansamente el movimiento de los hilos que los demás tejían a su alrededor. La única cosa que de verdad la animaba era el recuerdo de las fugaces visiones o ensoñaciones donde había contemplado al frágil príncipe que la echaba de menos. Y ella a él. Que añorase aquel mundo tibio y difuso y a aquella criatura que se salía de cualquier canon normal la apartaba de inmediato del camino de la lógica y lo cotidiano. Era su gran secreto.
Pasó el tiempo. Continuaba sola, voluntariamente excluida, esquivando a los vecinos, a los compañeros de formación profesional y en otoño a la vendedora de castañas del parque. Sabía que para ellos era una chica bonita pero demasiado tímida, ignoraban que lo único que la mortificaba era su incapacidad para soñar, manteniéndose del recuerdo de algo apenas rozado. Alguien le habló a una pequeña editorial local de su poesía bellamente triste y le propusieron publicar un volumen. Aceptó pensando en que ahora también tendría que esquivar a los curiosos por la calle.
Comenzaba su vigésimo otoño. Desde cuatro atrás, cuando sucedió lo de Manu y ella vio al príncipe, la melancolía se apoderaba de ella con voracidad casi palpable. La tarde fría y gris declinaba convirtiéndose en anochecer. Las farolas diseminadas por allí empezaron a extender su luz anaranjada y artificial. Era el momento de poner fin a su paseo habitual por el parque. Metió el bolígrafo dentro del lateral anillado de su libreta “para escribir poesías” y se dispuso a dar media vuelta. Como casi siempre, había acabado delante del puesto de castañas asadas que, desde hacia siete años, lo recordaba bien, permanecía allí durante un par de semanas de finales de octubre y primeros de noviembre, para no volver a aparecer hasta exactamente un año más tarde. La misma anciana de pelo corto y blanco, con su chaqueta negra de punto, la misma sonrisa amable, el cucurucho de papel de periódico ante ella… ya iba siendo hora de probarlas, se dijo mientras alargaba el brazo por encima del calor de las brasas y el dulce olor. Entonces le pareció que un encantamiento se rompía, apartándose incapaz de recordar si le había pagado, aunque sentía el peso del monedero en el bolsillo de la cazadora. Miró al frente, el brillo de las farolas había aumentado y empezaba a cambiar. Los árboles, los edificios asomando alrededor, los senderos, el césped, todo desaparecía tragado por la luminosidad irisada que sustituía al resplandor de los focos eléctricos. La opacidad grisácea la rodeaba. Sintió que el jersey, la cazadora, los ceñidos pantalones vaqueros incluso, todas sus prendas se le empezaban a quedar grandes. Y al fondo surgió el príncipe, sonriendo. Los objetos que portaba resbalaron de sus manos. Ya no eran pequeñas y llenas de dedos observó, sino palidísimas y con tres largos apéndices como las de él. Supo que su cara y su cuerpo habían adoptado también las formas quebradizas y aniñadas de la especie. Feliz, de regreso, echó a caminar hacia donde el compañero la esperaba.
Las farolas continuaban con su luminosidad anaranjada inalterada, desdibujando la noche fría en el parque desierto. No había ningún puesto de castañas, solo caídos en el suelo una libreta de tapas duras y cerca un cucurucho de papel de periódico viejo y amarillento del que asomaban algunas castañas secas y pasadas. Al fondo, el rumor del tráfico tras las moles de cemento, ladrillo y vidrio. Un murciélago tardío pasó cruzando la oscuridad mientras captaba un eco procedente del edificio a la izquierda, un amortiguado grito humano.
En el 4º C, la señora había entrado en la habitación de su hija mayor para comprobar si había regresado de su paseo por el parque contiguo, topándose, sentada sobre el edredón azul oscuro de la cama hecha, resaltando con su desnudez nacarada, a una bebé de apenas un año, cuyo gran lunar en el antebrazo derecho reconoció de inmediato. La pequeña sonrió contenta y estirando los bracitos hacia ella exclamó:
- Mamá!…
Por Beatriz T. Sánchez
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