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Las llamas del infierno

Un relato de Francesc Marí

Apresuradamente cerró la puerta tras él. No estaba nervioso, pero no quería que nadie lo interrumpiera. Su celda, iluminada por la reluciente luz del mediodía, era mucho más alegre de lo que a él le parecía. Las largas noches sin poder dormir le habían enseñado a temer a la oscuridad, y más desde que había descubierto algo inconcebible. Algo que la percepción humana era imposible de asimilar y comprender…

Con largas zancadas sobre el suelo enlosado, cruzó los apenas tres metros de profundidad de su dormitorio, acercándose a la ventana del fondo. En el exterior, como era habitual todos los domingos y fines de semana, centenares de turistas e infieles llenaban las pocas y estrechas calles del monasterio en el que vivía. Aquel lugar de culto y reflexión se había convertido, con el paso del tiempo, en una atracción turística más y en una fuente de ingresos para los avariciosos dirigentes del obispado.

Con ímpetu corrió la cortina, oscureciendo su lugar de descanso. No toleraba que los pies de todos aquellos seres impuros ensuciaran el sagrado suelo de su monasterio. Aunque claro, ¿que podía esperarse si la corrupción de la fe llegaba hasta los propios monjes? Él hacía tiempo que se había apartado de los demás, no deseaba compartir la vida con todos aquellos hombres que arderían en el infierno. Un infierno que parecía estar más cerca… Para todos.

Asegurándose de que la puerta tenía el pestillo pasado, aprovechó la pobre luz de las pocas velas, que hacían temblar las sombras, para seguir con su estudio. Quería llegar al final de lo que se había revelado ante sus ojos. Había intentando apartarlo de su mente, dejarlo para que otro fuera el descubridor de tan nefando destino, pero había sido incapaz de resistir la tentación de tan incontenible atracción.

Abrió el discreto armario de madera sencilla, cuyo barniz se había desprendido por el paso de los años, y extrajo un bulto envuelto en un retazo de tela de algodón blanco. Desde el momento de que aquello había caído en sus manos y había descubierto lo que contenía, lo había mantenido oculto, como si con aquel sencillo gesto pudiera control el poder que se escondía en aquel banal objeto.

Depositó el paquete sobre su catre y empezó a desenvolverlo con sumo cuidado. Tras unos pocos movimientos con sus curtidas manos, ante él pudo ver de nuevo la semilla de su obsesión. El motivo por el cuál no dormía durante las noches. Por el que se mantenía en ayunas. Por el que había detenido su vida y se había encerrado en sus propios pensamientos e inquietudes. Un libro. Un simple sencillo volumen de un palmo de ancho por dos de alto, con un grosor que no superaba los cuatro dedos. Las cubiertas eran de piel tosca y gastada, sin decoración alguna que pudiera indicar su contenido. En su interior, varios centenares de hojas apergaminadas se combaban por el uso y los millares de manos por los que aquella basta edición había pasado.

Lo abrió con delicadeza, no había marca páginas, pero sabía perfectamente por donde tenía que separar las hojas para continuar con su lectura. Resiguió las líneas escritas con letras de estilo medieval realizadas a mano, hasta que encontró el párrafo en el que se había detenido la noche anterior. Justo antes de que un miedo atroz le acechara en el pecho y lo forzara a apartar los ojos de aquellas páginas.
Sin pensárselo dos veces se arrodilló frente a su cama, y como si ésta fuera un atril, se propuso empezar a leer. Sin embargo, antes de hacerlo un pensamiento cruzó su mente. Pesadamente, como si sobre sus sienes estuvieran sujetas a sus hombros por un fuerte cilicio, levantó la cabeza para contemplar con temor la cruz de madera oscura que colgaba sobre su cama. En penitente arrebato, cogió el pedazo de tela y cubrió la cruz, para evitar que su Señor lo pudiera observar mientras realizaba aquellos actos por los que se avergonzaba.

La tentación había sido demasiado fuerte. Él, que se consideraba el mejor ejemplo a seguir para el resto de fieles y devotos seguidores, poco a poco estaba cavando su tumba en los llameantes abismos del Infierno. No obstante, a pesar de la incontenible fascinación que había sentido, para su fuero interno no hacía más que repetirse que lo hacía para librar a la Tierra de aquel mal. Aunque era innegable el placer que sentía al abandonarse aquel misterioso credo.

Evitando dirigir la mirada hacia la cruz cubierta, volvió a arrodillarse frente a su improvisado altar. Expectante por volver a vivir aquellas extrañas sensaciones, se aclaró la garganta y empezó a leer entre susurros las líneas que había en las páginas de pergamino. Como si rezara, un extraño, pero confortable cántico empezó a salir de su garganta, resonando levemente entre las cuatro paredes de su celda. Entre el tenue eco y la devoción de sus palabras, le parecía que aquellas palabras fueran pronunciadas por otra persona. Por otro ser. Un ser superior y más poderoso que cualquier mortal.

No podía dejar de pensar en lo que vendría a continuación. En aquello que no podía evitar esperar. Aquello que le había obligado a seguir a pesar de sus creencias. En anteriores ocasiones, cuando se había sumido en aquel profundo y misterioso mantra, millares de imágenes se le habían presentado en su mente, casi como si hubiera viajado en el tiempo y en el espacio. En ellas había vivido una lluvia de luz y energía, cuyas gotas transmitían algo más que humedad y frescor. Había flotado por encima de bosques y mares, sintiendo la presencia de todos los seres vivos de su alrededor. Árboles, pájaros, peces. Como si estuviera compartiendo sus vidas por un instante. Tenía todos los sentidos expuestos, pudiendo percibir olores, colores, tactos. Pero todo aquello se detuvo de golpe, cuando había percibido elementos extraños en aquel todo equilibrado harmonioso. Elementos ajenos que rasgaban el tejido de la vida que lo rodeaba, impidiéndole respirar y haciéndole experimentar un pánico atroz. Después de aquello su profunda meditación se quebró devolviéndolo súbitamente a la realidad de su celda.

Al principio se había asustado, había envuelto el libro y lo había ocultado en el fondo de su armario. Pero después, mientras tenía los ojos clavados en el techo de su cuarto, había empezado a tener curiosidad por saber que era aquello que podía perturbar de aquel modo la naturaleza. Era por ello, que a la mañana siguiente, tras realizar sus obligaciones con aparente normalidad, para que sus compañeros no sospecharan nada, había regresado a su aposento para seguir con su enigmática exploración.

Ahí estaba, sumido en la penumbra, arrodillado frente a aquel libro, con las manos entrelazadas sobre su regazo y sumergido, por completo, en las palabras de aquellas antiguas páginas. Sin percatarse de ello, había empezado a balacearse hacia delante y hacia atrás al ritmo de sus palabras, cuya cadencia era imposible dejar de seguir.

El ambiente empezaba a viciarse. En aquella cámara, casi cerrada herméticamente, su olor corporal, junto con el calor de las velas, empezaban a impregnar toda la habitación de un fuerte y desagradable olor.

Las pequeñas llamas de las velas empezaron a danzar. No había corriente de aire alguna, sin embargo, parecía que como si el fuego siguiera también las palabras del monje. Al pronunciarlas había vuelto a volar sobre las aguas y los árboles, pero en esta ocasión sus sentidos no se dejaban llevar por el entorno, sino que estaban obcecados en hallar aquellos elementos dispares. Aquellos que tenían el poder de hacer temblar los mismísimos cimientos de la Creación.

A través de sus sentidos podía percibir todo el verdor que le rodeaba. Pero aquello no le importaba. Deseaba encontrar lo que fuera que no fuera verde. Aquellos que se convertían en una grieta en la faz de la Tierra cada vez que los percibía.
Poco a poco, pequeños destellos de rojo fueron parpadeando a su alrededor. Eran puntos calientes. Aquello que buscaba. Aquello en lo que estaba obsesionado desde hacía días. En lugar de apartarse o dejar de recitar aquella perturbadora oración, se centró en ellos. Quería saber que eran, porqué estaban ahí.

En cuanto estuvo lo suficientemente cerca, sus sentidos empezaron a enviarle todo tipo de señales invitándolo, primero, obligándolo, después, a alejarse. Varios relámpagos de dolor recorrieron su cuerpo, haciéndole proferir un sonoro alarido. Durante un segundo se detuvo. Cerró con fuerza los ojos, contrayéndose sobre sí mismo por el dolor, que había desaparecido de repente.

—No tengo miedo. El Señor es mi pastor. Él me ayudará —se dijo imprimiendo confianza en cada una de sus palabras—. El Señor es mi pastor. Él me ayudará. No tengo miedo.

Sin pensárselo dos veces, reemprendió la lectura, y las punzadas de dolor le obligaron a sacudirse para poder mantenerse en pie.

Lo que antes era verde, cada vez estaba cubierto por más rojo, haciendo que la naturaleza que se le presentaba en tu esplendor ardiera entre las llamas que quemaban sus sentidos.

Algo lo perturbó. Había visto algo que le devolvió los temores que había tenido cada vez que se había adentrado en las palabras de aquel libro. No pudo controlarse más.

De repente, al dolor se le sumó un horrible calor, como si alguien lo hubiera puesto en la hoguera. El sudor empezó a recubrir su cuerpo, pero el calor, que parecía nacer de su interior, era cada vez más intenso.

Agobiado por la fiebre que le estaba consumiendo se quitó el hábito, pero al dejarlo a un lado vio como unas pequeñas llamas quemaban una de las mangas. De repente, aquel dolor que se había cebado en todos los sentidos que tenía, pasó solo a notarlo en la piel. Había perdido el hilo de lo que estaba leyendo, pero ya no importaba, ya que al mirarse el cuerpo desnudo pudo comprobar como de todos los poros de su cuerpo surgían llamas que le estaban asando vivo.

Sucumbiendo al dolor y al miedo, gritó con todas sus fuerzas, haciendo que su voz rebotara por las paredes de todo el monasterio. Instintivamente empezó a golpearse para pagar aquel fuego que ardía cada vez con mayor fuerza y cuyo color rojo brillaba con mayor intensidad.

Asustado, se levantó y abrió la ventana de par en par, pero la reja le impedía salir al aire libre. Giró sobre sus talones y salió de su celda, mientras sentía como sus piel se corrompía bajo las llamas.

Esperando encontrar ayuda, recorrió los pasillos del monasterio con la esperanza de que hubiera alguien que consiguiera apagar las llamas que cubrían todo su cuerpo y que empezaban a desollarlo en carne viva.

En la parte reservada para los monjes, a los pocos que encontró, solo consiguió asustarlos al ver a su compañero literalmente en llamas. Lo único que eran capaces de hacer era santiguarse y hacerse un lado mientras clamaban al señor.
El dolor era cada vez más insoportable, y el miedo más atroz. Su mente ya no pensaba con claridad, no podía. Llevado por un arrebato de locura salió a la parte pública del monasterio, cruzó el monasterio mientras centenares de miradas atónitas lo observaban. Fieles y turistas no podían más que asustarse al ver un hombre desnudo y ardiendo salir corriendo del interior del templo.

Lo único que conseguía darle pequeños atisbos de alivio era el aire que empequeñecía de vez en cuando las llamas. A pesar de ello, debido a la temperatura que su cuerpo estaba alcanzando, sintió como sus ojos se derretían dentro las cuencas, impidiéndole ver hacia donde le llevaba su desesperada carrera.

Cruzó el claustro de entrada, salió al exterior del monasterio y corrió por los pocos metros de terraza que había frente a él, lanzándose, sin saberlo, por encima de la barandilla que separaba a los visitantes de una caída de más de un centenar de metros.

Al sentir que empezaba a caer al vacío, no sabía si había muerto o no. Su cuerpo seguía ardiendo, sus ojos no le decían la distancia que lo separaba de las rocas del fondo del valle. Pero no importaba, su mente ya no le pertenecía. Antes de impactar con las puntiagudas piedras, antes de perder completamente la conciencia, una imagen cruzó su mente. La misma que le había hecho perder el control antes de que su cuerpo ardiera desde dentro. La imagen de un ser inmenso, poderoso, inevitable, cuya cabeza estaba coronado con unos aterradores cuernos diabólicos…


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