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Pesadilla numero 1

Desperté desconcertado, invadido por la duda, por la eterna incógnita de mi insignificante existencia. Esta vez mi mente formuló preguntas acerca de la pocilga en la que me encontraba dormitando. La gente con la que habitaba este inhóspito lugar la denominaba hogar, pero yo no. Yo creía que estaba atrapado entre cuatro paredes que minuto a minuto se cerraban suprimiendo el espacio y estrujando el aire pesado y putrefacto que bailaba en el aire. El movimiento de las paredes no cesaba -en mi mente- de comprimirse, haciendo la convivencia cada vez más complicada, una lucha constante por la supervivencia.

Aquella noche desperté e inmediatamente empecé a vagar en mis pensamientos, aquellos prohibidos y llenos de falsa cordura. Desde mi ventana opaca podía ver la luz mortecina de la calle, podía vislumbrar la fina barrera que separaba mi seguridad del mundo exterior. Ahí sentado en el borde de mi camastro me encontraba a salvo de todos los peligros y pecados que acechaban en la noche. Mis reflexiones se deslizaban entre las sombras mientras contaba las gotas de gasolina que caían del viejo tractor de mi abuelo. Inmerso en la oscuridad podía respirar la hipocresía que reinaba en la pecaminosa metrópoli que habitaba.

Aquel crepúsculo no recuerdo que mascara tenía puesta en el hueco que tengo como rostro, tal vez aquella con ojos de cristales rotos y cejas de tristeza. Fue mi sueño el que me hizo reaccionar así. Recuerdo todo antes de despertar de golpe y empapado en sudor. En mi visión nocturna pude vislumbrar alguna dama o tal vez era una niña. ¡Era una enana! Sus rasgos se encontraban dibujados demasiado toscos para ser una cría. Su cara tan amigable y macabra tenía una mirada de lujuria que fácilmente se podía confundir con inocencia.

De pronto un macho cabrío se acerco a ella y empezaron a bailar a modo de aquelarre. Era sobrecogedor y aterrador el modo en que danzaban, se movían al compás del claro del bosque y sus sonidos tétricos. La diminuta mujer sudaba a cada paso y con estos se acercaba al clímax de su meseta. El macho cabrío parecía sonreír también dentro de sus rasgos indiferentes y engreídos. Los cabellos de la dama a forma de espectro se revolvían sin figura alguna, no tenían principio y terminaban en el contorno de sus ojos deshabitados. Su nariz como capullo de polilla reposaba en su limpia faz. No tenía ni una sola mancha o lunar en aquel semblante perdido. Su cuerpo pálido y desnudo, como una niña a punto de descubrir su sexualidad. La escena parecía a mi juicio un ultraje pero en mis sueños ella se encontraba perdida por sus propios deseos. La enana daba la impresión de querer fundirse con el suelo y dejarse llevar por su compañero caprino. El chivo esta vez mostró una faceta diferente, se mostró como una bestia terrible, con miles de cabezas y en ellas serpientes como cabellos. Portaba un cetro en una mano y en su boca desfilaban cientos de dientes y colmillos empapados en saliva espesa y amarillenta. Sin parpadeo alguno devoró el rostro de la infame fémina. Sus fauces cubiertas en sangre engullían su rostro mientras ella danzaba sin parar. Me recordó a una gallina decapitada corriendo durante sus últimos momentos de vida.

De regreso a la realidad me encontré ante un ataque de pánico y ansiedad. No podía respirar. Aquellas imágenes, vivas pero irreales me habían dejado marcado de por vida. Con el paso de los segundos, aquella imagen se perdió en la penumbra pero yo dibuje la figura de aquella enana, yaciendo en el pavimento, sin cabeza, inerte mientras su risa se escuchaba en la lejanía. Fue eso lo que atrapo mi atención. Miré a través de la ventana y crucé con ella la calle, choqué con una casona donde mucho tiempo atrás habían sido morada de viejos sacerdotes. En aquella casa, había un balcón en su tercer piso. Un balcón que antes fue verde pero ahora era gris, donde los claveles se hicieron rocas y donde los pasos se hicieron sombras. Sonaban las doce en el viejo reloj de la sala. Su sonido era casi infernal, parecían los lamentos de aquellos que expiaban sus pecados con dolor y sangre. La ciudad misma contenía en su atmósfera gritos y desgarres. Defectos de carácter y luces tenues, algunas marchitas, algunas decadentes.

En aquel balcón algo parecía estar fuera de lugar dentro de la bruma pesada que envolvía su existir. Un intenso escalofrió recorrió mi espina dorsal. Transité con mi vista aquel enigmático lugar. Tenía un enrejado negro, barroco diría yo, anidando bajo el techo de una manera brusca y voraz. Un barandal oxidado recorría de izquierda a derecha el corredor entero y aferrado a él casi con sus uñas dos macetas carmesí reposaban sin vida, colgando hacia el vació. Detrás de ellas reposaban tres objetos más. Un cuadro que destellaba la luminiscencia del faro, nunca supe la imagen que contenía aquel marco de madera apolillado. Su reflejo con el danzar del viento, revelaba la luz como un fantasma condenado a bailar bajo el azar de su fortuna, a la deriva de su perdición.

En el extremo opuesto del balcón, descansaba un sillón verde. Un diván para dos personas. Aquel viejo sofá se encontraba empolvado y envuelto en telarañas. Tenía el contorno desgarrado, sus cojines con el algodón por fuera asemejaban un cuerpo mutilado. Inmediatamente arriba de éste una ventana mediana terminaba de dibujar aquel lúgubre espacio del universo. El cristal de ella finamente tallado, tenía la apariencia de no sufrir las desgracias del tiempo y la intemperie. Parecía transparente y fue ahí donde mi corazón se detuvo.

Unos ojos rojos me miraban detenidamente desde ahí. Eran terriblemente inhumanos y macabros, asemejados a los de alguna bestia. Parecían reír en la oscuridad. Pensé que a pesar de mis recientes alucinaciones esto no podía ser real. Desvié mi mirada hacia el antiguo fonógrafo en la esquina de mi habitación esperando estos desaparecieran y regresé la vista hacía el ventanal de enfrente. Los ojos se habían marchado. Me encontraba al pie del cristal, con mis pies descalzos rozando el piso helado. Suspiré de alivio y decidí continuar dormitando en mi cama. De pronto fuera de mi habitación una luz roja que se escabullía por debajo de mi puerta azul me inquieto terriblemente. Mis pupilas se dilataron y mi corazón empezó a latir con tanta fuerza que tuve que sujetar mi pecho. Una lagrima broto de mis ojo izquierdo. Mis piernas empezaron a flaquear. Escuche pasos, algo se detuvo ante mi puerta. El miedo se apoderó de mi, caí de rodillas. Mi órgano cardiaco y mi estomago hechos un nudo. Quería gritar pero mi garganta no respondía. Mis sentidos no desviaban la atención de lo que poco a poco se revelaba ante mí y mi mente no podía cincelar lo que estaba mirando. Al pie de mi puerta, tras ese brillo ámbar se escondía mi peor pesadilla. Lo que siempre temí regresaría a buscarme. Antes de desmayarme lo único que pude ver fueron dos grandes pesuñas caminando hacia mí.

Davo Valdés de la Campa.


Vuestros comentarios

1. 01 feb 2009, 15:47 | Davotanko

Muchas gracias por el espacio amigo. Espero no sea la última colaboración. Gracias por tus buenas criticas y comentarios.

Saludos desde México

2. 02 feb 2009, 09:10 | Almas Oscuras

Davotanko – soy yo quien debe agradecer tus aportes. Ya sabes que esta es tu casa… y cualquier colaboración tuya será siempre bienvenida.
Saludos

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