Un último aliento

Y al final tan solo eran las áridas llanuras, salpicadas de la luz tenue y mortecina del tímido amanecer. Al final tan solo eran los bosques adormecidos y espesos, sumidos durante años en un insistente y duradero letargo. Pero después, nada, exceptuando la niebla inquietante en la que todo quedó envuelto. Como si de un sueño se tratara, como si aquel corazón latente antes lleno de ansia y vigor ahora permaneciera enterrado entre la desconcertante y temerosa niebla. Y de la niebla surgió aquella mano, una mano pálida de tacto aterciopelado, una mano de porcelana, cálida, amante.

El viento azotó con fuerza los cabellos del niño, inexpresivo ante la solemne quietud del valle. Sintió sobre su rostro una caricia suave, íntima, al tiempo que sus lágrimas empapaban su cara de cera, sacada de un molde.

- No llores más mi niño -, le dijo la voz melosa y acaramelada, – porque ahora estoy aquí, para enjugar tu llanto y ya no volveré a marcharme más –

El niño besó con ternura la mano nacarada y cerró los ojos como si se tratara de un sueño del cual no quisiera despertar.

La niebla se disipó, dejando ver el rostro de la mujer hermosa y de rasgos suaves. El niño se acurrucó sobre su pecho, aturullado ante las caricias amorosas de la mujer.

- Duerme, mi niño, duerme -, le dijo, – duerme, porque ya no me iré, ya no volveré a marcharme mi vida, me quedaré contigo para siempre y seré yo quien te cante y te acune y quien por las noches te de un beso antes de irte a dormir. Duerme, mi niño, duerme –

El niño se apretó con más fuerza contra el pecho de la mujer que lo arropaba con sus brazos finos y lánguidos. Y, de nuevo, volvió a llorar, protegido por esos brazos.

- ¿Por qué lloras, mi niño? -, preguntó la hermosa, – ¿Qué haces? –

- Espera r -, contestó la criatura adormilada.

- Pues no esperes más, mi niño, porque ahora no me voy a ir. Duerme aquí, plácidamente, entre mis brazos de nieve. Duerme, mi niño, duerme… –

- Esperar -, volvió a decir el niño, – sí, eso es, esperar… –

Después, su tez se torno pálida, de un matiz cadavérico, sus labios perdieron el color rojo para adquirir un tono oscuro, casi azulado y sus ojos dejaron de moverse inquietos. Sus manitas pequeñas y delicadas se cerraron esperando un nuevo día.

El amanecer llegó con los primeros rayos del sol. El paisaje se vistió con la frescura de la mañana y el silencio respetuoso de la naturaleza. Sobre la hierba verde, como si de un ángel se tratara, yacía un cuerpo pequeñito, de cabellos dorados y facciones perfectamente moldeadas. Solo era un sueño, el sueño eterno de un niño que, quien sabe, quizá haya logrado hacer realidad.

Lady Necrophage/Mª Nieves Guijarro