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La Tercera Carabela

Un nuevo relato de Francesc Marí

A las 7 de la tarde, justo cuando el viejo reloj de la facultad hacía repiquetear las campanas indicando que era la hora punta, la última de las cuatro personas citadas por el profesor Mark Shepherd entró en su despacho en el departamento de Historia Naval de la Universidad de Miskatonic. El recién llegado era el joven profesor Shade, que recientemente había sustituido a su difunto tío en el departamento de mitología. Sentados en torno a una pequeña mesa redonda, esperando a que Shade ocupara su lugar, estaban la hermosa doctora Towers, especialista en historia de la baja edad media; a su lado el profesor Vasilikov, todo una eminencia en el campo del folklore europeo; y a su lado, el mejor amigo de Shepherd, el doctor Martínez, profesor del departamento de Historia Militar, pero ferviente amante del mar, el misterio y de todo lo que su amigo quisiera contarle.
Frente a cada uno de ellos había un pliego de papeles. Una cuantas hojas escritas a ordenador sin poner el menor reparo en la forma.

—Muy bien, Mark, ¿por qué nos has reunido aquí? —preguntó Martínez.
—¿Y a estas horas? —concluyó Vasilikov, en parte molesto y en parte intrigado.
—Tengo que explicaros lo que he descubierto en mi reciente viaje a Sevilla.
Los otros cuatro lo miraron expectantes.

—Normalmente, la vida de un historiador tiende a ser aburrida —empezó a decir Shepherd—. Pocas veces se descubre algo nuevo…
—Eso no es cierto y lo sabes —lo interrumpió Towers mostrando la más agradable de sus sonrisas.
—Bueno, puede que uno descubra algo, pero que solo parezca trepidante para él, siendo absolutamente tedioso para el resto de los mortales —admitió Shepherd—. ¡Mortales! Una palabra que ahora, tras lo que a continuación relataré, quedará puesta en duda.
—No te sigo, Mark —dijo Martínez.
Shepherd lo observó durante unos segundos. Sabía que lo que le contaría a continuación le fascinaría, sin embargo estaba siendo demasiado melodramático. Pero, ¿un momento como aquel no lo requería?
—¿Realmente lo somos? —prosiguió—. ¿O existe algo que nos permite la tan indeseada inmortalidad? Que no juventud eterna.

Los otros cuatro sonrieron.
Shade, que permanecía callado desde que había entrado por la puerta, no había dejado de hojear las los folios escritos que tenía en frente.
—No pretenderás decirme que lo que hay aquí escrito, es cierto —soltó de pronto el joven.
Al oír aquello, Martínez, Towers y Vasilikov no dudaron en empezar a leer a toda prisa aquellas hojas.
—¿Nunca os habéis preguntado por qué la gente confunde la Santa María, que era una nao, con una carabela, anunciando que Colón descubrió América con tres carabelas y no con dos? —les propuso Shepherd.
—¿A qué te refieres? —preguntó Vasilikov.
—Antes de que digáis nada, os agradecería que os leyerais detenidamente lo que tenéis frente a vosotros, y en lo que Shade ya os lleva ventaja.
Mientras Shepherd volvía tras su escritorio buscando algo, los otros, reconvertidos en alumnos por una noche, empezaron a devorar palabra tras palabra:

«Estas son las correcciones, o borrones, que se hicieron del diario del primer viaje a las Indias que hizo el Almirante don Cristóbal Colón.

Viernes, 7 de septiembre
Todo el viernes y el sábado, hasta tres horas de noche, estuvo en calma [el viaje. No en cambio los marineros de La Isabela, la cuarta nave que partiera de la Gomera. Parece que algo les ha sobresaltado en demasía, ya que desde aquí oyese gritos y alaridos y berreos].

Sábado, 8 de septiembre
Tres horas de noche sábado [el almirante trasladose a la tercera carabela para que su capitán le explicase qué mal podía provocar tan desconsolados desvaríos de los hombres que tripulaban su nave. Jacomel Rico, que así llamábase questo capitán, le contó que una desconocida enfermedad estaba propagándose entre sus hombres, provocándoles fuertes dolores y convulsiones incontrolables y sendos berridos que habían disturbado la paz marina. Preocupándose por su hombres, el Almirante a pedido ver a los enfermos, pero arrepintiéndose de inmediato al ver tan horrendo espectáculo. Tres hombres de bien estaban atados con correas de cuero a los camastros, para evitar que sacudieran a cualquiera que acercárseles demasiado. Tenían las pieles enrojecidas y macilentas a la vez, como si algún carnicero les hubiera desollado vivos. Sus bocas estaban cubiertas de una espesa espuma, que desperdigaban por doquier, al intentar hincar los dientes a cualquier cosa que pudiera acercarse a ellos. Horrorizado y perturbado, el Almirante ha decretado que la cuarta nave de la expedición conservase una estricta cuarenta, siendo él el último en salir de tan pestilente nave.] Comenzó a ventear Nordeste, y tomó su vía y camino al Oeste. Tuvo mucha mar por proa, que le estorbaba el camino; y andaría aquel día nueve leguas con su noche.

Domingo, 9 de septiembre
Anduvo aquel día diecinueve leguas, y acordó contar menos de las que andaba, porque si el viaje fuese luengo [La Isabela tuviera tiempo para recuperarse del extraño mal que la estaba sucumbiendo. Para evitar que] no se espantase y desmayase la gente En la noche anduvo ciento veinte millas; a diez millas por hora, que son treinta leguas. [Pareciese que la enfermedad se había apoderado de la mayoría de los hombres de La Isabela; no solamente por los mensajes que Jacomel Rico hacia llegar sobre su estado, sino también porque] los marineros gobernaban mal, decayendo sobre la cuarta del Nordeste, y aun a la media partida: sobre lo cual les riñó el Almirante muchas veces, [retrasándose de tal modo que durante horas perdióselos de vista.]

Lunes, 10 de septiembre
En aquel día con su noche anduvo sesenta leguas, a diez millas por hora veintiuno, que son dos leguas y media; pero [La Isabela] no contaba sino cuarenta y ocho leguas, [según informase el maestre Jacomel Rico, la mayoría de los marineros de dicha nave habíanse infectado de tal misteriosa disentería, habiendo más enfermos que sanos. El capitán temía que no tardara en apoderarse del resto, incluido él mismo, desta enfermedad, llevando a mal puerto la expedición que había partido de Palos. El Almirante,] porque no se asombrase la gente si el viaje fuese largo [anunció la extraña enfermedad que afectaba a sus compañeros de la otra nave, si bien los rumores tiempo hacía que corrían entre los marineros. Avisó si alguien sufría los mismos males, lo dijera de inmediato, para evitar que fuera a peores.]

Martes, 11 de septiembre
[Cinco horas de la noche deste día, los gritos y lamentos y alaridos de sufrimiento y horror propagase por el silencio nocturno. Las pocas luces que de noche pudiese observase en La Isabela fueron apagándose una a una. Tras aquello no hubo más mensajes por parte de maese Rico.] Aquel día navegaron a su vía, que era el Oeste, y anduvieron veinte leguas más, y vieron un gran trozo de mástil de nao, de ciento y veinte toneles, [pero supieron que el origen era la desgraciada La Isabela,] y no lo pudieron tomar. [Todas las horas que luz de día fueron empleadas en buscar el paradero de la cuarta nave que partiera de Palos, pero la fortuna no les fue propicia.] La noche anduvieron cerca de veinte leguas, y contó no más de dieciséis por la causa dicha.

Miércoles, 12 de septiembre
Aquel día, yendo su vía, [no se perdió la esperanza de reencontrar más restos de La Isabela. Hasta que entrada la noche, cuando cualquier esfuerza era en vano, se acordó dejar atrás a la susodicha nave en pro del resto. El Almirante reveló lo que había visto en su pequeña estancia a bordo de la tercera carabela, horrorizando a los marineros que vieron como un padecimiento que había empezado con unos pocos, terminó con todos los que La Isabela se encontraban. Tras decir unas plegarias y unos rezos a la memoria de los desaparecidos, decidiose no volver a mencionar el incidente para evitar acrecentar el miedo y la desesperanza entre los hombres que marineaban a bordo de las tres naves supervivientes.] Anduvieron en noche y día treinta y tres leguas, contando menos por la dicha causa.»

—Esto es… Esto es… Esto es increíble —dijo Vasilikov buscando las palabras correctas.
—¡No es posible! —espetó Towers al leer la última de las palabras del texto.
Martínez y Shade permanecieron callados. El primero sabía que Shepherd tenía un as en la manga. Mientras que el segundo, tras conocer el misterio tras la muerte de su tío, prefirió no decir nada.
—Aquí tenéis los originales de lo que acabáis de leer —anunció Shepherd depositando un montón de viejos pergaminos sobre el centro de la mesa.

Los otros los examinaron con ojos certeros y manos expertas, y ninguno dudó de su autenticidad.
—La verdad sea dicha, no esperaba encontrarme con tal descubrimiento —explicó Shepherd sentándose sobre su escritorio—. Aunque ahora, visto en retrospectiva, hubiera preferido no haberlo hecho.
—¿Por? Esto es… ¡Genial! —exclamó Martínez emocionado.
Shepherd lo miró con suspicacia antes de seguir hablando.
—Dejando a un lado las dudas que surgirán en el mundo académico, que me tildarán de mentiroso o de inventarme algo para convertirme en una celebridad —a lo que los otros cuatro asintieron—, lo que me preocupa es saber que existe algo más.
—¿Algo más? ¿A qué te refieres? —preguntó Towers.
—Una amenaza. Algo que parece que nos acecha desde hace siglos y de lo que no sabemos absolutamente nada.
—No crees que se trate de una extraña enfermedad, como afirma el texto, ¿cierto?
Shepherd movió la cabeza de arriba a abajo sin decir nada.
—No te ofendas —empezó a decir Vasilikov—, pero ¿qué quieres que hagamos nosotros? ¿Qué cacemos brujas, fantasmas o lo que fuera que acabara con la tercera carabela?
—Decirme que debo hacer —sentenció Shepherd con los ojos turbados por el miedo.

Los cuatro se dedicaron sendas miradas de duda y de miedo a lo desconocido. A lo largo de su vida habían tenido dudas, como cualquier otra persona, pero aquella era la primera vez que no sabían qué hacer o qué decir.


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