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Pesadillas 1993

Porque todos las hemos sufrido...

Alejandro y Javi casi tenían quince años. Se sentían adultos. Cuando cogían sus bicicletas, no era para fantasear con mundos lejanos, sino para imaginar que iban en dos motos. Que eran dos hombres que tenían cosas importantes que hacer: ir al trabajo, pillar atascos, mantener una familia…
Las tardes de luz dorada en el barrio estaban dedicadas exclusivamente a visitar videoclubs. Les bastaba con ver las portadas de las películas para ver las películas.
“Ésta es la que pusieron anoche”.
“Sí”.
“Sólo tenía un rombo, pero al principio se le veían las tetas a una mujer, y mi madre me dijo que me fuera a la cama”.
“¡Jo! A mí tampoco me dejan ver las de un rombo, y ya tengo más de trece”.
“¡Mira!”.
Alejandro había cogido la carátula del vhs mientras hablaban y le había dado la vuelta. En los fotogramas de muestra, se veía a la misma chica de la tele volviendo a enseñar las tetas. Pero era un momento diferente, lo que significaba que se le veían más de una vez.
“¿Se habrán equivocado en la calificación?”
Mientras Javier decía esto, buscaba y confirmaba que ponía no recomendada para menores de trece años.
“¿Por qué?”
“Ya sabemos que se le ven las tetas como mínimo dos veces. Demasiado, ¿no?, para una peli de trece”.

Un mes más tarde, Alejandro llamó a Javi. Estaba nervioso.
“Lo he hecho”.
Javi no entendía nada. Colgó el teléfono y esperó, hora tras hora, hasta que dieron las cinco. Hasta las cinco, su madre no le dejaba salir a jugar a la calle.
Alejandro apareció con ojeras y la piel muy blanca. Se alejaron del edificio con las bicis “por seguridad”, dijo el chico a su amigo. Se colaron en una obra que llevaba abandonada medio año. Allí, Alejandro tiró la bicicleta con rabia y se puso a llorar desconsolado. Javi no sabía qué hacer. Cuando Alejandro se sentó en una tubería de hormigón, con las manos en la cara, Javi le tocó el hombro.
“He visto la película. La de la tía que enseñaba las tetas dos veces”.
Javi se sentó rápido junto a él.
“¿Y las enseña más veces?”
“Una más. Y también se le ven a Jennifer, su amiga. Y a Ken, uno de los chicos, se le ve el culo. Pero es una película de terror”.
Javi no entendía a lo que se refería. Habían visto multitud de películas de terror: Frankenstein, La Cosa del Pantano, El Exorcista (bueno, esta última, no. Pero Alejandro le había dicho que sus padres le habían dejado verla, y él no quiso ser menos).
“Todos ellos, Jennifer, Ken, Carol, la chica de la portada, se van a su antiguo colegio a hacer una fiesta. El colegio está abandonado desde hace años, y no se dan cuenta pero hay alguien más allí. Un hombre con una máscara de payaso. Y los va matando uno a uno. Lo hace… Dios, hace auténticas burradas, Javi. No te puedes imaginar…”.
Alejandro se puso a llorar, angustiado. Sin embargo, Javi estaba intrigado: ¿qué maneras hay de matar a alguien? Un cuchillo, una pistola, una paliza… Es todo lo que se le ocurría.
Miró a su amigo y no se atrevió a decirlo. Miró al frente y, entonces, sí pudo.
“Quiero verla”.
“No, tío, no hagas tonterías”.
“En serio, quiero verla. Mañana por la tarde mi madre tiene médico y mi padre no llega hasta las ocho. Voy a alquilarla y voy a verla”.
“No, en serio”.
“Sí, en serio”.
Notó como Alejandro sufrió un escalofrío. Instintivamente, le agarró la mano.
“Ale, ¿estás bien?”
“Sí. Y suéltame, que van a pensar que somos maricas”.

Javi estaba en su habitación. Solía leer antes de acostarse, pero esa noche el libro descansaba sobre su pecho. Miraba al techo. Pensaba: formas de matar a un hombre. Había empezado a obsesionarse: ¿era normal aquello? ¿O esa frase de Alejandro, “hace auténticas burradas”, había despertado algo en él?
Su madre llamó a la puerta. Llevaba el teléfono inalámbrico en sus manos. Se lo tendió.
“Dile a tu amigo que estas no son horas de llamar a una casa”.
Javi se extrañó. Esperó a que su madre saliera del cuarto para preguntar:
“¿Sí? ¿Qué pasa, Ale?”.
La voz de su amigo sonaba lejana, ensuciada por un zumbido arenoso.
“No lo hagas, por favor”.
“Venga ya, tío”.
“¡Joder, Javi! ¿Sabes dónde estoy? ¿Tienes idea de dónde estoy?”
Javier se incorporó en la cama. Miró a su alrededor como si, al igual que pasa en las historias de miedo, su amigo pudiera decir: “justo detrás de ti”.
“En el hospital”.
“¿Qué ha pasado?”
“He pegado a mi madre, he arañado a mi padre. No quería meterme en la cama, y me han obligado”.
“Dios…”
“Javi, no puedo dormir. Cierro los ojos y… estoy allí otra vez, en ese colegio. Me da pánico”.
“Pero… Ale, es una película”.
“Lo sé. Pero no la veas, Javi”.
“Tú siempre ves las películas de terror”.
“No. Es mentira. No he visto El Exorcista. Mi madre me mandó a la cama. Y… tengo que colgar, creo que viene la enfermera”.
Y el pitido dio fin a la llamada.

Javi tenía el sueño profundo pero, aún así, fue consciente de que hubo turbulencias durante la noche. Volvió del colegio. Todo el mundo le había preguntado por Alejandro, pero él prefirió no decir nada. Comió con su madre, que le advirtió, antes de irse al médico: “hasta que no termines los deberes no pongas la televisión”. Ella salió de casa a las 15:30. Primero, iba a tomar un café con la tía Carmen. A las seis, tenía la cita. Javi espero quince minutos, para asegurarse que ella no volvía a por algo que se hubiera olvidado, y después salió y alquiló la película.

Se llamaba “La Noche de los Muertos”, aunque el título original era “Dead Pupils”. En la portada, un edificio aislado en mitad del campo, con las letras “High School” junto a la puerta y, tras él, en grande, la silueta de una máscara de payaso. Por detrás, la chica, esa chica, mostrando el pecho y gritando. Miraba a algo que estaba a un lado, fuera del plano.
Javi metió la cinta en el vídeo. El video crujió y algo comenzó a moverse en el interior, como un viejo robot de hojalata.

La primera escena ya la había visto la noche anterior: Carol volvía del trabajo. Era una mujer de unos treinta, con traje blanco y falda corta. Entraba en su piso y se quitaba la chaqueta. Ella no se daba cuenta, pero una sombra cruzaba el pasillo. Luego, la chica se daba la vuelta y se adentraba en él. Entraba en la habitación. Encendía la luz. Se quitaba la blusa. Cuando iba a desabrocharse el sostén, surgía de repente una mano que le agarraba el cuello… pero era la mano de Matt, en calzoncillos. Rápida, ella se desnudaba, aunque en la película sólo se le veían las tetas, y los dos en la cama gemían y se revolcaban. La cámara, lentamente, se alejaba de la habitación y llegaba al salón, justo en el momento en que saltaba el contestador del teléfono fijo: “Hola, Carol, soy Jennifer. ¿Eres tú quien está detrás de esa misteriosa invitación para celebrar el aniversario del cierre del instituto? Llámame cuando escuches el mensaje”.
La pantalla se oscurecía, y unas letras blancas deslumbraron a Javi: “Dead Pupils”. Había algo en la música, como un latido, que le hizo sentirse mareado. Y acojonado. Pensó: “a lo mejor, debería quitarla”.
Demasiado tarde: cuando quiso darse cuenta, sus manos no tocaban los reposabrazos del sofá, sino la tierra húmeda de un campo.
Miró alrededor. No conocía aquello. Pero sí identificó el edificio que había ante sí: el viejo instituto abandonado. El que salía en la carátula de la película.
Una chica esperaba junto a la puerta del mismo.
Seguramente, era Jennifer. Javi fue hacia ella, desconcertado, pero antes llegó un chico. Ken. Vio a los dos besarse apasionadamente. Escuchó cómo él le decía a ella: “Carol y Matt no vendrán hasta dentro de media hora. Tenemos tiempo”. Javi no pudo hacer nada: parpadeó una vez y, a la siguiente, estaba en el sótano del instituto. Ken había atado las manos de Jennifer a una tubería del techo y ella, desnuda (aunque, desde donde él miraba, sólo se le veían las tetas) gemía. Ken, con el culo al aire, se agachó y su cabeza quedó en la entrepierna de ella. Jennifer tembló. Ken sonrió.
Javi, ruborizado, desvió la mirada. Junto a él, había una pila de cajas de cartón.
Tras éstas, alguien vestido de negro con una máscara de payaso.
Javi quiso gritar, pero no podía; movió sus brazos, pero Jennifer, enfrente, tenía los ojos cerrados. La máscara de payaso giró hacia él. Se quedó paralizado.
Sin embargo, el payaso pareció no verle, y salió del sótano. Al hacerlo, derribó una de las cajas.
Ken y Jennifer pararon.
“¿Has oído eso?”
“No ha sido nada”.
“Sí. Te juro que ahí hay alguien”.
Ken, con fastidio, se puso en pie. Se subió los pantalones, y se acercó a la puerta del sótano.
“¿Hola?

¿¡Hola!?”.
Y apareció ante él Matt. Se echaron a reír, por el comprometido momento en el que se habían vuelto a reencontrar.
Ya estaban juntos los cuatro amigos. El payaso tenía a sus víctimas.

Javi anduvo entre ellos. Intentó advertirles, pero no le hicieron caso. No le veían, no le escuchaban y, si se interponía en su camino, un extraño fogonazo – un frame en blanco – empezaba cuando iban a chocarse y acababa justo cuando ellos ya le habían pasado. Sin embargo, él estaba allí. Se manchó las manos de polvo al apoyarse en un mueble, y tropezó con una lata subiendo las escaleras. Ellos, sencillamente, no le oían.
Los chicos se metieron en un aula y sacaron un par de botellas: whiksy para ellos y vodka para ellas.
Javier se mantuvo algo alejado del grupo: era extraño tener personas alrededor que no te tenían en cuenta. Les oyó hablar. No sabían de cuál de ellos habían surgido las invitaciones para quedar allí esa noche, pero al final había resultado ser un buen plan. Resultó, también, que Matt y Jennifer habían sido novios ocho años atrás, cuando estudiaban en ese instituto. A Ken parecía fastidiarle aquello, y a lo mejor tenía razón: ella parecía mirar a su antiguo novio con más respeto que al actual. Por su parte, Ken y Matt habían sido compañeros del equipo de fútbol.
Javier tuvo una idea. Se acercó a la pizarra, cogió una tiza, y escribió: “Salid de aquí. Peligro. Hay alguien más en el edificio”. Un momento después, de repente, Jennifer se quedó mirando fijamente su mensaje.
“¿Qué es eso?”
Los cuatro se fijaron en la pizarra.
“¿Qué idioma es?”
“¿Español?”
Hasta ese momento, Javier no fue consciente de que les entendía a pesar de que ellos estaban hablando en inglés. Y él siempre suspendía el inglés.
“Eso parece”.
“Antes, no estaba, ¿no?”
“¿Y cómo ha aparecido, entonces? Claro que estaba”.
Ken cogió la mano de Carol y miró a los demás:
“Nosotros tenemos un asunto que resolver”, dijo. Y salieron del aula.
¡No!
Javier fue tras ellos aunque, en cuanto estuvo en el pasillo, se dio cuenta de que estaba dejando solos a los otros dos. Tenía que elegir.
Carol y Ken volvieron al sótano, a la sala de las calderas. Él le dijo a ella: “quiero terminar lo que estábamos haciendo antes”. Se quitaron la ropa y empezaron a follar. Javier buscó al payaso, pero no estaba por allí.
Nunca había visto una película porno. De hecho, nunca había visto a nadie desnudo hasta ese momento.

Rápido, corrió por el pasillo, pero la clase en la que antes bebían ahora estaba vacía.
En el pasillo, escuchó una puerta cerrarse. La única que podía ser, las otras estaban cerradas con llave, daba al gimnasio del instituto. Se oían gemidos, pero la sala estaba vacía. Al fondo, semioculta por la penumbra, había otra puerta. Javier se acercó. La vieja tarima del suelo crujía a cada paso, y tal vez por eso, los gemidos cesaron. Una nota de esperanza se coló en su ánimo: quizás, podría hacerles entender.
Entró, rápido, en los vestuarios. Pilló a Jennifer sin sujetador, en el plano que venía en la contraportada de la película. Tenía unas tetas casi perfectas, y un vientre terso. Podía ver que su vello corporal estaba erizado, quizás por el frío. Matt, por su lado, se ponía la camiseta y miraba en su dirección, aunque no le veía.
“¡Yo! ¡Aquí!”
“…pero no estoy loca, ¿verdad? Tú también lo has oído”, dijo ella, y Matt le pidió silencio con un gesto. Se aproximó a la puerta por la que Javier acababa de entrar.
La abrió sin hacer ruido. Asomó la cabeza.
Jennifer contuvo la respiración.
Javier se acercó a ella, sigiloso. La chica tenía los ojos vidriosos.
¿Lo sentiría?
No pudo evitar alargar su mano, ahuecarla, y recoger en ella la suave y cálida bolsa de carne que era su seno.
Jennifer se llevó las manos al pecho, probablemente para abrigarse.
Matt volvió a aparecer por la puerta. Habló en voz baja:
“No parece que haya nadie”.
Surgió tras él. El payaso. Por la misma puerta por la que había mirado. Jennifer gritó. El payaso llevaba unas tijeras de jardinero en sus manos. Las agarraba con dulzura, con un guante blanco, inocentemente. Javier pensó: “distintas maneras de matar a un hombre”. El payaso abrió las tijeras y las clavó en la espalda de Matt. Luego las cerró. Con un nítido “crak”, seccionó su columna vertebral. La cara del chico se convulsionó, y la mitad de su cuerpo cayó adelante, plegándose como una hamaca. Sin embargo, sus piernas aún se mantenían rígidas.
El payaso, como si estuviera desmenuzando un pollo, comenzó a abrirse camino por el bajo vientre, hasta que cada pierna de Matt fue independiente.
Jennifer hacía ya unos minutos que había echado a correr. Había estudiado allí, conocía el lugar. Javier la siguió. La chica, con las tetas al aire, atravesó las duchas y llegó hasta una puerta. Un pasillo estrecho zigzagueaba, apenas sin iluminación. Algunas losetas de la pared se desmoronaban cuando ella o Javier las rozaban, pero seguían adelante. No había otra opción.
Jennifer chocó contra una puerta de hierro. La golpeó, gritó, empujó… y consiguió que cediera.
Entraron de golpe en la sala de calderas. Carol y Ken tapaban su desnudez, asustados por los gritos y el miedo que su amiga portaba consigo como un sudario.

“¿Qué sucede?”
“Le ha matado”.
“¿Quién? ¿De qué hablas?”
“¿Matt?”
Javier todavía estaba en el pasillo, y pudo oír pasos que se acercaban.
Se puso a dar golpes en la puerta, alertando. Ellos le ¿miraron?…
“¿Es él?”
“Sí”.
“Vamos”.
…y empezaron a correr.

Los tres chicos americanos, y Javier, se encerraron en un aula del primer piso. Una vez que el pánico se disipó un poco de sus cabezas, empezaron a razonar.
“Si permanecemos juntos, todo irá bien”.
“Es un loco”.
“Quizás, es el chico aquel, Adam, al que encerramos en el laboratorio y se le derramó ácido sulfúrico en la cara, que quiere vengarse”.
Carol miró por la ventana y señaló. Los coches.
Sólo tenían que llegar hasta ellos para largarse.
Javier se pegó al grupo. Salieron con sigilo del aula. El instituto abandonado ofrecía ahora su verdadera faz: agresivo y hostil, como si antes, entre el morbo y las conversaciones, hubiera dejado de ser el cascarón de algo que ha mudado su piel. Pero el payaso les encontró antes de empezar a bajar las escaleras. Agarró a Carol del pelo. Ken le dio un codazo que nunca llegó a impactar: el payaso le lanzó por el hueco de las escaleras. Jennifer, horrorizada, corrió a refugiarse al aula.
Javi se quedó sólo con el payaso y Carol, que se retorcía de dolor. Sin soltarla, el payaso la arrastró hasta el umbral de la puerta por la que les había sorprendido. Metió medio cuerpo dentro, y Javi le oyó trastear. Pensó: “debería salir corriendo”.
Pero estaba paralizado: ahora, oía algo metálico.
Ahora, un “clack”.
Después, un tornillo apretándose.
El payaso salió de la habitación y miró alrededor. Por una décima de segundo, pareció detenerse en él.
El payaso se estiró. Después, agarró las piernas de Carol y tiró de ella hacia el pasillo. Su cabeza parecía una araña: de sus agujeros (nariz, boca, ojos, orejas) salían patas metálicas. Guadañas. El payaso la llevó hasta la puerta del aula donde estaba encerrada Jennifer. La alzó: Javier vio que en sus manos había puesto anillas. La colgó allí, a modo de cortina.

La atravesó, volviendo a sufrir una de esas extrañas lagunas blancas y fugaces.
Dentro del aula, Jennifer lloraba pegada a la pared, lo más alejada que podía de la puerta. Javier hubiera querido abrazarla, consolarla de algún modo, pero parecía que sus intervenciones alteraban “algo” que no debía ni rozar.
Y, además, le daba miedo dejarse llevar por su instinto.
Aunque nadie se enteraría. Ni siquiera ELLA. Y su pecho, fatigado por el miedo, subía y bajaba, marcándose en la camiseta.
Nadie le veía. Ni siquiera ELLA.
Jennifer miró por la ventana y se sobresaltó: abajo, afuera, Ken, maltrecho, se tambaleaba camino de los coches. Él también la vio a ella, pero no había tiempo para detenerse. Avanzaba muy lentamente, dolorido. Consiguió llegar hasta la puerta. Se apoyó e hizo gestos a Jennifer.
Baja.
Jennifer sabía que tenía que hacerlo, pero no se atrevía a volver a salir al pasillo. Y, más, sola. Negó, con rabia. Ken se dio cuenta, e insistió. Jennifer empezó a llorar. Dudaba: ¿Y si se atrevía? ¿Y si corría? Pensaba: si corro mucho, mucho, no me cogerá. Y, si me atrapa, tendrá que matarme en el momento. Así, a lo mejor, no duele tanto.
Al instante, descubrió que aquel sí era un buen momento para escapar: el payaso estaba abajo, se acercaba a Ken por detrás. Jennifer le hizo señas; Ken, por supuesto, no las entendió, y el payaso le agarró la cabeza y se la giró violentamente.
El chico se desplomó. El payaso, con calma, como si fuera un hobbie, cogió un serrucho y comenzó a partir el cuerpo en dos. Jennifer no podía más: era el momento de correr.

Javi la siguió hasta la cocina del instituto. La chica cogió un enorme cuchillo de carnicero, y comenzó a golpear las cacerolas (¿Cómo seguía habiendo allí utensilios de cocina?, se preguntó él). Después, se escondió tras una encimera. Javi rezó: “por favor, que el payaso no la encuentre (aunque eso es lo que ella quiere). Por favor, que el payaso se aburra de buscar y se vaya. Que se haga de día (¡que termine la película!)”.
No quitaba ojo de la puerta. Y, sin embargo, un movimiento en el límite de su campo visual le obligó a girarse.
El payaso entraba por detrás. Se quedó inmóvil mirando a Jennifer y, entonces, hizo algo que Javier nunca imaginó…
Se quitó la máscara.
Al hacerlo, Jennifer escuchó algo y se volvió.
“Adam…”.
Adam, el payaso, tenía el rostro perfecto de su mandíbula superior hacia arriba. Pero la inferior era puro hueso a la vista, y la lengua colgaba entre las rendijas.
“Adam… lo siento, lo siento mucho…”
Jennifer se ponía en pie, aparentemente compungida. Javier pensó: “yo tampoco me la creería si fuera él”.
Y el payaso no la creyó. Se lanzó a por la chica, sólo que no contaba con que ella llevara un cuchillo, y recibió un tajo en el cuello, cayendo desplomado al suelo.
Javier sintió cómo la tensión le abandonaba de golpe. Se orinó encima.

Iba en la ambulancia en la que Jennifer dormía, después de haber tomado unos calmantes. Javier estaba nervioso: sólo le quedaba esperar a que comenzaran a salir los créditos para largarse de allí. La música, el amanecer cercano, TODO, indicaba que aquello había acabado.
Sin embargo, dos fogonazos después, estaba en el hospital, en la habitación de Jennifer, donde esta daba a dos policías una descripción exacta de lo que había pasado y quién era Adam. Javier, que había vivido la historia, se separó un poco de la cama. Chocó con algo y se volvió.
La habitación era compartida. Había alguien allí, en la cama de al lado. Y, por el ruido que hizo al chocar contra ella, el paciente estaba atado con cadenas.
No podía ser, no tenía ninguna lógica, pensó, con el corazón acelerado, que se hubieran llevado a Adam al mismo hospital que a Jennifer, y que les hubieran puesto en el mismo cuarto.
Acercó su mano a la cortina que les separaba y la descorrió un poco…
No era Adam.
Era Alejandro. Su amigo Alejandro.
Javier lo zarandeó hasta despertarle. Alejandro tardó en reconocerle… y luego se puso a gritar:
“¡Idiota! ¡Has visto la película! ¡Eres tonto, tonto del culo!”.
Javi le pidió que callara, pero su amigo tenía razón. No podían oírles, ni verles.
“¿Por qué te tienen encadenado?”
“Es la única forma de que me quede quieto. Así, pueden pincharme y hacerme dormir. Pero sé dónde están las llaves. Las tiene una enfermera que se llama Clara, en un mostrador que hay a la entrada de la planta”.

Javier salió de la habitación tranquilamente, despreocupado y sintiéndose seguro. No podían verles.
Al final del pasillo estaba el mostrador. Miró desde fuera a la enfermera. Su chapa de identificación rezaba “Claire McGrath”. Bueno, se dijo el chico, debe ser ella.
La mujer leía una revista mientras Javier entró en el habitáculo. El único manojo de llaves a la vista estaba sobre la mesa, junto a la revista. Javier acercó su dedo a la anilla metálica que las enlazaba, y sintió el frío metal. Podía tocarlas, podía llevárselas de allí… pero Clara podía verlo, y eso no era bueno, aunque no sabía porqué.
Esperó, pacientemente. En algún momento, ella se levantaría, aunque fuera para beber un poco de agua de la fuente, justo detrás. Ese momento sería tan idóneo como cualquier otro.
La recepción de la planta estaba llena de estanterías con carpetas y números, casi ninguno identificable. También, había varios medicamentos a modo de exposición, y un par de monitores de seguridad del hospital. Junto a estos, los controles de los aparatos médicos.
Un botón rojo se encendió y comenzó a parpadear.
Javier miró a Clara, pero ella seguía inmersa en su lectura.
No debía ser importante.
Luego, en uno de los dos monitores de seguridad, apareció la cara de Adam. Serio, feroz, miró a la cámara. A Javier se le erizó el vello de todo el cuerpo. Un segundo después, el monitor dejó de emitir imagen alguna.
Clara levantó la cabeza: había jaleo en alguna parte del hospital. Abajo.
La enfermera cerró la revista y se puso en pie. En cuanto salió, Javier agarró las llaves.
Corrió a lo largo del pasillo, hasta llegar a la habitación de Jennifer. La habitación de Alejandro.
Nervioso, encajó la llave en el primer candado y lo giró.
“¿Se puede saber qué te pasa, Javi? No nos ven, no te preocupes”.
“Está aquí. El payaso. Está aquí y se ha escapado”.
“Oh, mierda, otra vez…”.
Javier abrió el segundo candado. Alejandro tenía libres las manos y los pies, pero aún una cadena le ataba por la cintura a la camilla. Javi la rodeó.
Adam, a rostro descubierto, atroz, entró en la habitación. Fue directo a la cama donde Jennifer dormía, sacó dos escalpelos de sus bolsillos y los clavó, preciso, en los ojos de la chica. Los dos jóvenes gritaron al unísono pero, efectivamente, el asesino ni les miró.
Javi abrió el último candado.
Adam metió sus dedos en las dos cuencas encharcadas que eran los ojos de Jennifer, y después se los llevó a la cara. Marcó con sangre una línea desde sus ojos a su mandíbula descubierta… mirando a cámara. Su imagen se congeló.
Comenzaron a desfilar los créditos.
Y, entonces, algo cambió: Javier y Alejandro vieron cómo Adam les seguía con la mirada mientras salían corriendo de la habitación.

Todo era distinto. La iluminación del hospital era más baja, sucia y fría que durante la película. Olía a productos de limpieza y pólvora, y los dos chicos descubrieron enseguida porqué: el mostrador estaba destrozado a balazos, y Clare yacía junto a un policía, con la cabeza abierta.
“¿Qué hacemos?”
“Esta es la peor parte, Javi. Hasta que consigo esconderme, me persigue por todo el hospital. Al final, siempre encuentro un sitio, pero eso también es malo”.
“¿Por qué?”
“Ya viene…”.
Alejandro dio un empujón a Javi y los dos echaron a correr. Escaleras abajo, dando zancadas, siempre a punto de trastabillar y caer.
Por la planta baja, también se notaba el paso de Adam: destrozos, sangre…
En el vestíbulo, las puertas estaban cerradas.
“Podemos registrar a los de seguridad”, dijo Javier, “alguno tendrá las llaves”.
Alejandro intentaba recuperar el resuello. Entrecortadamente, dijo: “Todo ese tiempo, le daremos oportunidad a Adam para que nos encuentre. Ven por aquí”.
Javi le siguió. Alejandro se metió por una puerta y bajó unas escaleras. En la planta sótano del hospital, apenas sí había luz. Javi vio que Alejandro conocía bien el terreno. Le siguió a través de un pasillo que se estrechaba cada vez más, obligándoles a ir caminando de lado… o así lo percibió. Desembocaron, finalmente, en una sala iluminada con tenues luces azules.
Dos de las cuatro paredes estaban cubiertas de pequeñas puertas metálicas y brillantes.
El depósito de cadáveres.
“Busca”, le dijo Ale, “siempre hay alguna libre”.
Enseguida encontraron un par de cubículos disponibles. Antes de meterse, Alejandro le dijo:
“Ahora, toca esperar”.
“Esperar, ¿qué?
“Que nos encuentre. O que nos despertemos antes”.
De pronto, la angustia se multiplicó ante sus ojos. Por delante, una perspectiva inmóvil y larga. Vio cómo Alejandro se metía en su hueco y cerraba. Echó una última ojeada antes de entrar él en el suyo. Si aquello era lo último que iba a ver antes de morir, era una mierda.
En cuanto cerró, la oscuridad fue absoluta.

En algún momento de aquella larga noche, escuchó a alguien afuera, caminando por la sala. Quizás era Adam. Quizás, la policía. No iba a salir para averiguarlo, y confiaba en que el payaso, si era el payaso, no se dedicara a abrir, uno a uno, los nichos, para dar con ellos. Y que tampoco abriera varios al azar, por si era un tío con suerte.

En algún otro momento, el silencio fue un zumbido atroz en sus oídos. Pensó: “si consigo dormirme, el tiempo pasará más rápido”.
“Si da conmigo mientras duermo, no me enteraré”.
Se concentró en su cansancio y, poco a poco, a oleadas, el sueño fue llegando.
Fue, también, la peor decisión que tomó Javier en aquella noche desgraciada: al dormirse, la pesadilla comenzó de nuevo.

Su madre llegó a casa a la caída de la tarde y se lo encontró dormido en el sofá. Le despertó. Estaba cabreada: la cinta se había roto dentro del reproductor “y tendremos que pagársela al del videoclub, Javier”. Luego, cogió la carátula y volvió a regañarle: “no me gusta que veas películas de terror”.
Javier se encerró en su cuarto con el teléfono inalámbrico. Estaba temblando: comenzaba a hacerse de noche. Llamó a casa de Alejandro, y sus padres le dijeron que aún seguía en el hospital. Luego, llamó al hospital y le pasaron con la habitación.
“Tenemos que estar preparados, Javi, para esta noche”.
“No”, respondió éste, y se puso a llorar, angustiado, “tiene que haber alguna forma de no tener pesadillas”.


Vuestros comentarios

1. 20 may 2011, 23:47 | Bob Rock

Hola Manu.

Estupendo relato que dentro de una sencillez pasmosa – que refleja bastante bien la mirada dolescente que yo también viví – nos adentra en una espiral de pesadilla, nunca mejor dicho. Obviamente soy consciente de que está basado parcialmente en hechos reales… y no temes el volver a caer en esa escuela? XD

Relato muy jugoso y con pulso que pide a gritos ser complementado con el revival horror de rigor.

Un saludo

2. 21 may 2011, 22:28 | MIssterror

Manu,leyendo tu relato es como si estuviera viendo una peli mítica.He visualizado absolutamente todo,lo que quiere decir que me has atrapado por completo,de hecho estaba tan absorta que a medida que leía me acercaba más y más al monitor,al final estaba casi encima y no paro de pensar que Javi y Ale lo llevan claro…

Grande Manu!

3. 22 may 2011, 11:17 | Manu

Eh, Bob, gracias! Sí, hace poco me hice con una copia medio pasable de “El Día de los Inocentes” y, bueno, lo mismo me animo a comentarla, je!

Missterror: me alegro que lo hayas pasado bien, que de eso se trata!

4. 23 may 2011, 17:04 | Lady necrophage- Maria Nieves Guijarro

Genial Manu. Me lo plantearé antes devolver a ver una película en vhs, te lo prometo.
A mi también me atrapó de principio a fin. A por otro¡¡¡
Nekroabrazos.

5. 28 may 2011, 00:42 | Manuel

vientos simplemente me atrapo hasta el final

6. 29 may 2011, 21:26 | Blanch

He vuelto a recuperar parte de mi infancia al leer este relato, gracias. Aunque yo empecé a una edad más temprana y me submergí en pesadillas de hombres lobo y el señor Krueger.

7. 01 jun 2011, 12:39 | Deira

¡Muy bueno! Yo también me he enganchado un montón y, de hecho, es como si lo hubiera estado viendo. Tiene un par de momentazos de los que a lo mejor me acuerdo a la hora de ir a dormir, jaja, ¡qué genial! :)

8. 13 feb 2015, 00:27 | Melissa

¡Genial! Me identifiqué mucho con el protagonista y la historia está muy bien contada. Soñar con películas de miedo es horrible, ahora sé cómo sería vivirlas.
Saludos!

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