Los Pecadores

Ryan Coogler nunca me había dicho mucho con su cine. Si bien es cierto que no había abordado el género tal y como lo hace aquí, por mucho que coqueteara con él con Marvel y Creed, ya que Sinners es toda una carta de amor, ya no solo al terror vampírico, sino a un buen número de subgéneros que alimentan la película hasta convertirla en una jugosa batidora de elementos que se hibridan con el horror y sus derivados.

Comienza como una auténtica cinta de gángsters, con un aura clasicista que evoluciona poco a poco a una suerte de grito socio-racial de la época. Con inclinaciones claras hacia el musical durante su primer acto, se va cocinando ese estallido que todos esperamos y que va dejando pinceladas por el camino. Unos vampiros tan satíricos como terroríficos que terminan adueñándose de la trama entre canción y canción y que, en uno de sus múltiples nudos dramáticos, si que al fin desencadena una fiesta de acción sangrienta que no dejará indiferente a nadie. Toda esta transición, aunque parezca loquísima, si está tratada con mano rígida por Coogler, que a partir de aquí se ampara en su inspirado reparto y en el aumento del tono cómico (muchas veces casi caricaturesco) del desarrollo de la historia.

Es evidente que las reminiscencias a From Dusk Till Dawn son claras, y aunque a partir de aquí todo es un “de más a menos” se disfruta sobradamente, aunque siempre unos puntos por debajo en comparación con la obra de Rodríguez. Y es que, una vez llegada la locura, Coogler demuestra que lleva mucho mejor el ritmo cuando es pausado que cuando es frenético y que sus personajes son más interesantes cuando hablan que cuando pegan tiros a diestro y siniestro, pese a que aquí la diversión es más pura.

El final, tan imprevisible como complejo, ya no sorprende tanto, pero llegando al desenlace, una altura en la que ya nos esperamos cualquier cosa de Los Pecadores, realmente se esmera en cerrar el relato llevándolo a un terreno de grindhouse pulp que invita al aplauso, e incluso, en una última instancia, a toques pseudobélicos, con un Michael B. Jordan en modo Rambo desatado. Todo bien.

En resumidas cuentas, un festival rompe-géneros ultra divertido y eléctrico que más que reinventar, destroza con energía y a su antojo las reglas no escritas de varios de los terrenos cinematográficos que aborda. Valentía pura tras la cámara.