Las brujas de Zugarramurdi

Alex De la Iglesia es un cineasta que siempre ha andado al filo de esa delgada línea. Después de unos comienzos harto prometedores, con Acción mutante (1993) y, sobre todo, la obra maestra El día de la bestia (1995), su carrera se ha debatido entre propuestas notables – Perdida Durango (1997), La comunidad (2000)-, fallidas – Muertos de risa (1999), 800 balas (2002), Los crímenes de Oxford (2008)- y bodrios infumables – Crimen ferpecto (2004), Balada triste de trompeta (2010), La chispa de la vida (2011)-. Con Las brujas de Zugarramurdi todo parecía dispuesto para volver a los orígenes y dar de nuevo el pelotazo con una genialidad tan macarra como divertida. Y efectivamente, la primera mitad se encuentra entre lo mejor que ha rodado su director. Desgraciadamente, la segunda mitad está entre lo peor.

Las brujas de Zugarramurdi es el regreso de De la Iglesia al humor negro cañí con elementos de terror. Elementos que han estado presentes en sus tres mejores propuestas, las citadas Acción mutante, El día de la bestia y La comunidad. Cuando un cineasta explota tan rápido puede ocurrir que pierda esa frescura en su etapa de madurez creativa. Podría decirse que esto le ha ocurrido a Alex. El niño prodigio se ha convertido en presuntuoso valedor de sí mismo, y este intento de seguir siendo aquel niño se resiente de su actual naturaleza. El tipo sabe mover la cámara y situarla donde mejor le convenga a cada escena, eso es innegable. A nivel técnico, dentro de sus limitaciones, es impecable. La puesta en escena supera sin problemas la atolondrada media de nuestro cine, sin desmerecer de cualquier película producida en Hollywood con un presupuesto medio.

El arranque es espectacular y absorbente. No hay tiempo para respirar. Nos sitúan en el transitado Callao, en Madrid, para completar, en treinta electrizantes minutos, un atraco y la posterior persecución de la policía a los atracadores. Con un montaje en estado de gracia y unos intérpretes temibles, Hugo Silva y Mario Casas, que esta vez resultan carismáticos y convincentes, quedamos exhaustos tras comprobar que en España también se pueden hacer buenas escenas de acción. A continuación, con la llegada de los protagonistas al pueblo que da título y el cambio de registro a una especie de peli de paletos chungos, con una conseguida atmosfera que nos remite los elementos fantásticos que están al caer, te da por pensar que estás viendo una de las películas del año. Error.

Amigos, desechad toda esperanza. En cuanto las brujas se apoderan de la función, el guión se desmorona de forma surrealista. En lo que pretende ser un emulo a la española de la gran Abierto hasta el amanecer (1995), De la Iglesia, también en el guión junto a Jorge Guerricaechevarría, pierde el norte torturándonos con el reservo de todo lo visto hasta ese momento. Las interpretaciones se vuelven artificiales, el humor casposo y la puesta en escena plana. El guión parece no tener ganas de llegar a un fin concreto y va soltando pedos hasta llegar a la gran cagada: un grotesco clímax final del que no desvelaré nada. Es mejor que lo viváis vosotros.

El reparto es extenso y harto reconocible. Muchos rostros populares pasándoselo bien sin que su entusiasmo llegue al espectador. Algunos correctos –Carmen Maura, Terele Pávez, Javier Bonet- y muchos surcando las leyes de la gravedad de la sobreactuación – Carlos Areces, Santiago Segura, María Barranco, Pepón Nieto, Jaime Ordoñez, Macarena Gómez y otros tantos-. No, no me olvido de Carolina Bang. La nueva musa del director ha ido trepando hasta conseguir personajes importantes en sus películas. Pero es mala, muy mala actriz. Al menos su espectacular y morbosa presencia física ayuda a no sonrojarse cuando escupe los diálogos.

Una pena que el invento acabe de ese modo. Dos películas en una. La primera, magistral. La segunda, infumable. Lo mejor y lo peor de su director resumido en algo más de hora y media. Lo mejor y lo peor del cine español en lo que podríamos poner en escuelas de cine para enseñar qué hacer y que no.