La piedad

Eduardo Casanova demostró un prometedor gusto por lo extraño y lo febril en su primer largometraje, Pieles. Aclamada por muchos y denostada por casi la misma cantidad de personas, el director y actor construía una pesadilla sobre el rechazo a lo distinto, una oda a lo feo donde destacaba, por encima de todo, un portentoso trabajo de puesta en escena. La piedad continúa explorando este mundo de lo grotesco y las imágenes perturbadoras, en un film donde el guion parece tener más claro que en el anterior el rumbo, pero en el que nuevamente exige al espectador dejarse llevar por la extrañeza para poder disfrutar de pleno.

La piedad nos presenta a una Madre y su hijo sumidos en una relación de dependencia y anulación constante. Ella (Ángela Molina) es una bailarina en enfermiza búsqueda de protagonismo; lo consiga o no, sabe que siempre contará con la atención de su hijo (Manel Llunel), al que tiene sometido mediante chantajes sicológicos y fingiendo siempre una necesidad de ayuda que ha logrado anestesiar la voluntad del chaval hasta límites insospechados. Convencida de padecer un cáncer, esta madre comienza a someterse a pruebas, pero no será ella la que tenga un tumor sino su hijo... El suceso cambia las tornas de quién depende de quién... o al menos así tendría que ser.

Mediante una segunda narración (ambientada en Corea del Norte durante los últimos días del gobierno de Kim Jong-il), que se intercala de cuando en cuando en la trama principal, La piedad establece una interesante reflexión sobre la maternidad y como esta puede llegar a ser tan castrante como un régimen dictatorial. También de, como igual que en una dictadura, el sometimiento nos hace en gran medida dependientes del opresor.

Casanova, que no quiere mostrar solamente la maternidad como una pesadilla, presenta otros modelos de madres mucho más sanos en tramas paralelas. Con estas tramas saca a bailar a dos actrices que, con confianza ciega en el realizador (creo que su carrera actoral es ya cosa del pasado), se apuntan a todas sus aventuras creativas. Hablamos de Ana Polvorosa y Macarena Gómez. Especialmente Ana Polvorosa muestra una fe férrea en el realizador y se presta voluntaria a una secuencia que muchas actrices rechazarían, ya que supone realizar frente a la cámara un acto fisiológico que por pudor solemos hacer sin testigos...

Aparentemente hay mucho del realizador en La piedad; el parecido del actor protagonista con el propio Eduardo es evidente, también la saturación del color rosa en la imagen (para quien no lo sepa la casa del director es de suelo a techo de ese color). En rueda de prensa de Sitges, comentó que dio a su madre el poder de decidir sobre la actriz que tenía que protagonizar a la madre de la película, optando por Ángela Molina en detrimento de Ana Belén, que no nos queda del todo claro por qué salió finalmente del proyecto. De todo esto podemos suponer, que la historia es una recreación poética del propio proceso de emancipación del autor.

La relación parasitaria que se va desplegando en pantalla se acercará a las peligrosas orillas del denominado síndrome de Proxy Munchausen. Donde las madres enferman deliberadamente a sus hijos para demostrarles así su capacidad de amor y cuidado incondicional. Una relación rara vez llevada al cine (os recomendamos Proxy para seguir rascando en este tema), que en este caso se desarrolla con un acercamiento poético, sólo roto por la irrupción del personaje que interpreta María León; paradógicamente es el más cercano a los códigos narrativos convencionales y, por tanto, en apariencia no termina de encajar en el resto del conjunto.

Como en los primeros trabajos de John Waters, el cine de Casanova nos reta: ya sea con diálogos enfermizos, con una sofisticada escatología o por la introducción de planos desagradables. Pero al contrario que esas cintas, la cámara del director apuesta por una estética ultra depurada, donde no hay espacio para lo casual; ropa, decorados, peinados e iluminación crean un mundo en rosa atractivo y plagado de personalidad... una suerte de Greenaway en rosa que camina entre lo teatral y lo pictórico. Acentuando la teatralidad del conjunto la dirección de sus actores es desmedida, sobreactuada intencionadamente, algo que da al conjunto un aire de tragedia griega postmoderna, acentuada por un uso de la banda sonora igual de enfática, con ecos de Gustav Mahler y de las suites de Bernard Herrmann (aunque sin revisar los créditos de salida, no puedo asegurar que estos autores no sean responsables de algunos de estos momentos sonoros).

Pese a lo pretencioso y exagerado del conjunto, no puedo por menos que plegar rodilla ante Casanova; por muchos defectos que puedo sacar a la cinta, demuestra tras ella a un creador con las ideas cristalinas, y con un poder de decisión que parece no doblegarse ante nadie. Así, la truculencia de algunas de sus escenas (hay varios momentos complejos de mirar), la decisión de colocar planos aparentemente gratuitos, demuestran un espíritu indómito tras la cámara, muy seguro de contar algo que le contente principalmente a él, pero que también entregue, a las personas que ya siguen con interés su trayectoria, una muestra más y más osada y afinada, de lo que es y será capaz de dar.

Por si no os quedó del todo claro. La pasión es de lo más interesante e inclasificable que se ha presentado este año.