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Naked Blood

Látigo dormido, carne lacerada

Naked Blood

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DIVERSIÓN:
TERROR:
ORIGINALIDAD:
GORE:
  • 3/5

Naked Blood

Hay un precipicio en la continuidad de la historia del cine de terror japonés que al no iniciado le cuesta sortear. La curva temporal imaginaria pasa sin solución de continuidad de la era Kaidan, las historias de espíritus vengativos que florecen en los 40 y viven su mayor esplendor durante los 50 y los 60, al J—horror, que surge a finales de los 90 y se nutre, principalmente, de Ringu (1998), una de las obras más influyentes de las últimas tres décadas —en dura pugna con El proyecto de la bruja de Blair—, y que con el tiempo se ha constituido en algo así como la «marca Japón» del cine de terror nipón, hasta el punto de ser exportada e imitada hasta la extenuación, primero por los vecinos asiáticos, y después por el resto del planeta. Dicho lo cual, no está de más apuntar que, en el fondo, el J—horror no es más que una actualización de los kaidan clásicos pasados por la túrmix tecnológica, una suerte de versión 2.0 con infinitas ampliaciones.

Se conoce que a la vera de estas producciones han caminado desde los 50 hasta el presente los sempiternos Kaiju eiga. Por otro lado, el país del sol naciente nos viene regalando de un tiempo a esta parte una alternativa a la clonación en masa de Sadako. Se trata de un sub(sub)género que combina el cyberpunk, el splatter y la cifi, al que algunos se refieren como «cyber—gore», «punk—horror» o «psychosexual horror». Aquí encontramos títulos como Tokyo gore police, Robo Geisha o Frankenstein girl vs vampire girl. Dicho esto, aún quedan en el aire los 70, los 80 y los 90. Los primeros está aún dominados por las producciones pinku eiga. El panorama del cine internacional experimenta un cambio notorio, es la década por excelencia del cine exploitation. Con los kaidan dando sus últimos coletazos, el terror anda buscando y tanteando nuevas vías de renovación. No hay una clara tendencia en estos años, si acaso, determinadas cintas que han pasado a la historia del género por su calidad, por su singularidad o por ambas cosas: Hausu (1977), Shura (1971), The village of eight gravestones (1977), algún kaidan trasnochado como Curse of the dog god (1977), la trilogía vampírica de la Toho compuesto por Vampire doll (1970), Lake of Dracula (1971) y Evil of Dracula (1974), o las numerosas adaptaciones de Edogawa Rampo. El uso extremo de la violencia de determinadas producciones, en especial la serie Joy of torture iniciada por Teruo Ishii y ciertas películas de Koji Wakamatsu como Violated angels (1967), abre un nuevo camino a seguir por el terror nipón, cuyas historias de fantasmas vengativos habían quedado un tanto desfasadas. En el libro Flowers from hell podemos leer lo siguiente: «Las raíces del splatter japonés no se encuentran en el género de terror, sino únicamente en las pinku eiga, películas soft—core japonesas que forman una parte substancial de la producción doméstica de los 60 y 70». En este sentido, se destaca Beautiful girl hunter (1979) como uno de los títulos de ese nuevo terror que se presiente en los 70 y explota en la cara de los espectadores en los 80 y que, al igual que la saga de Ishii y todo el pinku más perverso y violento, tiene precedentes en títulos como Kyuju-kyuhonme no kimusume (1959), Daydream (1964) o Black snow (1965), y también, en tanto que brutal retablo de violencia explícita y nueva y novedosa forma de acometer el género, en la mítica Jigoku (1960) de Nobuo Nakagawa. Al igual que ocurre en el resto del mundo, el cine de aquella década decide mostrar los aspectos más trágicos y desagradables de la realidad en toda su crudeza, y para ello se recurre a dos ingredientes básicos: el sexo y la violencia. Tal y como apunta Peter Tombs en su Mondo macabro: «Sexo y muerte, los componentes clave de las películas de terror, llevan mucho tiempo asociados en la psique japonesa». Es entonces cuando irrumpen los 80.

Lo mejor: el mejor Sato en una historia personalísima.

Lo peor: demasiados aspectos quedan sin limar; podría haber sido algo mucho más grande.