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Por fin ha llegado a las carteleras españolas el último film de Edgar Wright que, además, supone el regreso del realizador al cine fantástico tras coquetear con el cine de acción policial, con aromas de su amigo Tarantino, en Baby driver y también tras su extensísimo recorrido por la carrera del grupo Sparks con The Sparks brothers, primer documental del director que se presentó en España durante el pasado Festival de cine de Sitges junto con este film. Última noche en el Soho, título que, por cierto, tomó prestado junto a la canción de cierre al propio Tarantino, nos prepara todo un viaje por diferentes géneros y tonos dramáticos, cargado de magia, música, nostalgia y, como no, algunos escalofríos. Un coctel medido al milímetro para llenar salas de cine.
Su trama no es nada del otro mundo, pero con gran talento, Wright la ha emperifollado y sazonado, de tal forma, que parece totalmente original. Last night in the Soho nos presenta a una joven soñadora, que bien podría protagonizar una película adolescente de Disney Channel, que quiere ser diseñadora de modas y que se pasa el día entre vestidos de princesa y discos antiguos, fantaseando con vivir en la década de los sesenta. Eloise, que así se llama esta muchacha que encarna la actriz Thomasin McKenzie, se traslada a la capital inglesa para estudiar moda y, tras intentar encajar con sus sofisticadas compañeras sin demasiado éxito, se traslada de la residencia de estudiantes a una pequeña habitación en el corazón del Soho londinense. Será en este cuarto, cuando, en sueños, se convierta en espectadora de la vida de otra joven (magnífica y elegante actuación de Anya Taylor-Joy), que aspira a convertirse en la nueva estrella de la canción de comienzos de la década de los sesenta. Todo será idílico para ambos personajes hasta que la aspirante a cantante se vea arrastrada a la prostitución y el deseo que los hombres sienten por ella se materialice, en nuestra época, en forma de inquietantes espectros que acosen a la cándida Eloise.
Lo mejor: Es todo un viaje que enamotra tanto en sus momentos más luminosos como en sus opalinas pesadillas.
Lo peor: Su tramposo giro final